A las 4:27 de la madrugada sonó el timbre de la casa de Alejandro Ruiz en la urbanización cerrada de La Moraleja, Madrid. El doctor Ruiz, cirujano traumatológico del Hospital Gregorio Marañón, abrió la puerta y se encontró a su hija Marta, de 29 años, temblando bajo la lluvia fina de diciembre. Tenía el labio partido, un hematoma que le cerraba el ojo izquierdo y la voz rota.
—Papá… Diego me ha pegado otra vez. Esta vez ha sido peor. Creo que me ha roto algo.
Alejandro no dijo nada. Solo la abrazó un segundo, sintió cómo temblaba contra su pecho y, sin soltarla del todo, entró al despacho, abrió la caja fuerte y sacó su maletín quirúrgico de emergencias. Dentro no solo había instrumental: había también viales de midazolam, succinilcolina y una jeringuilla precargada que él mismo preparaba para intubaciones difíciles en quirófano.
Marta lo miró horrorizada.
—¿Qué vas a hacer?
—Protegerte.
A las 4:45 ya estaba en el coche rumbo al ático de Diego Sánchez en la calle Serrano. Llevaba guantes de látex y la calma helada de quien ha abierto miles de tórax bajo presión. Sabía exactamente cuánto paralizante necesitaba para dejar a un hombre de 85 kilos consciente pero completamente inmovilizado durante hora y media. Sabía también que no dejaría huellas.
Entró con la copia de la llave que Marta aún conservaba. El apartamento estaba en penumbra. Diego dormía boca arriba, borracho de whisky y arrogancia. Alejandro se acercó sin hacer ruido, le colocó la vía en la vena y empujó el fármaco con la precisión de veinte años de práctica.
Treinta segundos después, Diego abrió los ojos. Intentó gritar, pero su cuerpo ya no le obedecía. Solo podía mover los párpados y respirar con dificultad. El pánico más absoluto le inundó la cara.
Alejandro se sentó en el borde de la cama y habló en voz baja:
—Escúchame bien, Diego. Dentro de cincuenta minutos vas a recuperar el movimiento. Para entonces la Policía ya estará aquí. Puedes confesar todo lo que le has hecho a mi hija durante estos tres años… o puedo volver mañana, y la próxima dosis no será tan amable.
Se levantó, dejó el maletín abierto para que Diego viera los bisturís perfectamente alineados y salió.
Justo cuando cerraba la puerta, Diego consiguió emitir un gemido gutural que nadie oyó.
¿Qué pasaría cuando el paralizante empezara a desaparecer y Diego recuperara la voz antes de que llegara la Policía? ¿Gritaría pidiendo ayuda… o prometería venganza?
«¡Escúchame bien, Diego: nunca más volverás a tocar a mi hija!» – La noche en que un cirujano traumatológico paralizó a su yerno maltratador con su propio maletín quirúrgico
A las 5:58 de la mañana, Diego Sánchez empezó a sentir un hormigueo en los dedos de los pies. El efecto de la succinilcolina cedía exactamente como Alejandro había calculado: primero extremidades distales, luego tronco, finalmente diafragma completo. El terror fue creciendo a la misma velocidad que el movimiento.
Primero movió un dedo. Luego la muñeca. Cuando logró girar la cabeza, vio el maletín quirúrgico abierto sobre la cómoda y el móvil de Alejandro grabando en vídeo desde un trípode. La pantalla mostraba 00:57:12 de grabación. Todo lo que había sucedido desde las 4:52 estaba registrado.
Intentó gritar. Salió un graznido ronco. Se incorporó tambaleándose, derribó la lámpara y corrió hacia la puerta… pero estaba cerrada con pestillo desde dentro y la llave no estaba. Alejandro se la había llevado.
Entonces vio la nota escrita con su propia letra (Alejandro la había copiado perfectamente del historial médico):
«Si sales de esta habitación antes de que llegue la Policía, el vídeo se sube automáticamente a la nube y se envía a tu jefe, a tus padres y a todos los contactos de Marta. Quédate quieto. Tienes 19 minutos.»
Diego se derrumbó en el suelo. Por primera vez en su vida sintió lo que Marta había sentido durante tres años: estar atrapado, indefenso, sin escapatoria.
A las 6:17 sonó el timbre. Diego se arrastró hasta la puerta y abrió. Dos agentes de la Policía Nacional lo encontraron desnudo de cintura para arriba, con lágrimas y mocos, balbuceando:
—¡Ha sido el padre de mi mujer! ¡Me ha drogado! ¡Me ha paralizado!
Los agentes se miraron. Uno de ellos era amigo de Alejandro desde la facultad. El otro había llevado a su propia hermana al Gregorio Marañón cuando un exnovio la dejó en coma.
—¿Quieres denunciar al doctor Ruiz? —preguntó el primero con voz neutra.
Diego asintió frenéticamente.
—Perfecto —dijo el segundo agente—. Pero antes vamos a hacer una cosa: vamos a llamar a Marta para que venga a poner la denuncia por malos tratos. Lleva acumuladas cinco partes de lesiones desde 2022 que nunca se atrevía a ratificar. Hoy parece que sí se atreve.
El color abandonó la cara de Diego. Si Marta ratificaba, él iba directo a prisión preventiva. Si denunciaba a Alejandro, el vídeo demostraría que había sido paralizado después de golpearla otra vez… y nadie creería que un cirujano respetado había perdido los nervios sin motivo.
A las 7:05 Marta llegó acompañada de su padre. Llevaba el ojo morado, el labio hinchado y una dignidad que Diego nunca le había visto. Firmó la denuncia por lesiones graves y violencia de género habitual. Cuando el agente le preguntó a Diego si mantenía la denuncia contra el doctor Ruiz, este bajó la mirada y murmuró:
—No… ha sido un malentendido.
Alejandro no dijo nada. Solo miró a su yerno con la misma calma con la que miraba a un paciente que acaba de aceptar que hay que amputar.
Parte 3:
Tres meses después, Diego Sánchez ingresó en la cárcel de Soto del Real con una condena de cuatro años y medio por maltrato habitual y lesiones graves. La jueza tuvo especialmente en cuenta el parte médico firmado por el propio Alejandro Ruiz la noche de los hechos: fractura de arco zigomático, rotura de labio y contusiones múltiples en tórax compatibles con puñetazos y patadas.
El vídeo nunca salió a la luz. Alejandro lo borró el mismo día que el juez dictó prisión preventiva.
Marta se mudó a un piso pequeño en Chamberí que su padre le ayudó a pagar hasta que encontrara trabajo. Empezó terapia dos veces por semana y, por primera vez en años, dormía sin pastillas. Alejandro la acompañaba a las primeras citas y esperaba en la puerta leyendo el ABC, como si fuera lo más normal del mundo que un cirujano de 58 años hiciera de chófer de su hija.
Una tarde de abril, mientras tomaban café en la terraza de un bar en la calle Espíritu Santo, Marta miró a su padre y preguntó:
—¿Alguna vez tuviste miedo de que te descubrieran?
Alejandro removió el café despacio.
—Toda mi vida he tomado decisiones en segundos donde un milímetro o un miligramo marcaban la diferencia entre la vida y la muerte. Aquella noche no fue distinta. Solo que esta vez salvaba a la persona más importante del mundo.
Marta sonrió por primera vez en mucho tiempo.
—¿Sabes qué es lo mejor? Que Diego cree que fue un loco que perdió el control. Nunca entenderá que todo fue calculado al milímetro: la dosis, el tiempo, la nota, la grabación… Fue la operación más perfecta de tu vida.
Alejandro levantó la mirada al cielo de Madrid, azul y limpio.
—No, hija. La operación más perfecta de mi vida fuiste tú, cuando naciste. Esto solo fue cerrar una herida que llevaba años infectada.
En junio, Marta empezó a trabajar como diseñadora gráfica freelance. En septiembre conoció a Lucas, un profesor de instituto que la hacía reír como nadie lo había hecho nunca. En diciembre, Alejandro Ruiz recibió la Medalla de Oro de la Comunidad de Madrid por su trayectoria… y nadie, absolutamente nadie, supo jamás lo que ocurrió aquella madrugada de diciembre en un ático de la calle Serrano.
Solo tres personas guardaron el secreto: un cirujano, su hija y un maltratador que cada noche, en la celda 217 del módulo 4, se despertaba sudando recordando la sensación de no poder mover ni un dedo mientras alguien le explicaba, muy despacio, que nunca volvería a tocar a Marta Ruiz.
Y en Madrid, por fin, volvió a amanecer sin miedo.