“¿Por qué tienes esas maletas en mi pasillo, Irene? ¿Qué está pasando?”
Esa fue la primera frase que salió de mi boca aquella mañana fría de octubre. Jamás imaginé que, a mis sesenta y ocho años, tendría el corazón latiéndome como si acabara de correr una maratón.
Vivía sola en mi piso de A Coruña desde hacía más de quince años. Era una vida tranquila: mis plantas, mis paseos por la playa de Riazor, mi rutina de café y periódico. Pero todo eso se quebró cuando abrí la puerta y me encontré a mi hija Irene, a su marido Matías y a la madre de él, Efigenia, plantados en mi rellano con tres maletas enormes y caras tensas.
Entraron sin esperar invitación.
En la cocina, mientras yo preparaba café con manos temblorosas, Irene soltó la bomba:
—Mamá… vendimos el piso.
—¿Cómo que lo vendisteis? —logré decir.
—Por seiscientos ochenta mil euros —añadió Matías, como si hablara del tiempo.
Irene bajó la cabeza.
—Y… se lo dimos a mi suegra. Para una inversión familiar.
Creí que no había oído bien. ¿Efigenia? ¿La misma mujer que apenas me saludaba desde que conocí a la familia? ¿La misma que ahora paseaba por mi salón tocando mis muebles como si estuviera evaluando una herencia?
Sentí un nudo en el estómago. Yo había prestado a Irene 36.000 euros hacía años para ayudarles con la entrada de esa casa. Dinero que nunca habían devuelto.
—Necesitamos quedarnos aquí unos meses —dijo Matías con tono autoritario—. Hasta que todo esté resuelto.
“Necesitamos”. No “¿podemos?”. No “¿te importa?”. Una imposición.
Empecé a observar cada detalle. Evasivas. Miradas cómplices entre Matías y Efigenia. Explicaciones vagas sobre “reformas” y “proyectos”. Nada concreto. Nada que encajara.
Esa misma tarde escuché a escondidas una llamada de Matías en el pasillo:
—La transferencia tiene que hacerse mañana… sí, que no sospechen nada.
Me quedé helada.
Cuando entré a mi habitación intentando ordenar mis pensamientos, revisé mis documentos y encontré el pagaré firmado por Irene. El préstamo que confirmaba mi participación en la compra de su vivienda… y que ahora había desaparecido.
Algo no cuadraba. Algo oscuro se movía detrás de esta historia. Y yo, que solo quería una vida tranquila, me encontraba de pronto en el centro de un torbellino.
Pero lo que descubriría al día siguiente… cambiaría todo.
¿Hasta dónde estaban dispuestos a llegar Matías y Efigenia?
¿Y qué papel jugaba realmente Irene en todo esto?
Dormí mal. La presencia de tres personas moviéndose por mi casa, hablando a escondidas, abriendo armarios como si fueran suyos, me mantenía en alerta constante. A la mañana siguiente, escuché a Efigenia en la cocina dando órdenes como si fuera su territorio.
—Irene, cambia estas cortinas, parecen de abuela.
—Mamá, son de mi madre… —respondió mi hija en voz baja.
—Precisamente.
Ese desprecio abrió una grieta en mi paciencia. Me acerqué con calma.
—En mi casa nadie decide nada sin preguntarme —dije, mirándola a los ojos.
Efigenia sonrió con arrogancia.
—Ay, mujer, tranquila. Solo queremos ordenar un poco. Estaremos aquí una temporada larga.
¿“Temporada larga”? Sentí un escalofrío.
Durante el desayuno, intenté obtener claridad:
—¿Qué inversión exactamente hiciste con los 680.000 euros, Efigenia?
Ella dejó caer la cuchara lentamente.
—Asuntos de familia —replicó—. No tienes por qué preocuparte.
Irene intentó intervenir, pero Matías le apretó el brazo por debajo de la mesa. Lo vi claramente. Tenía el control absoluto sobre mi hija.
Mi sospecha se convirtió en certeza cuando recibí una llamada del banco:
“Señora, nos sorprende ver que solicitó ayer información sobre la cancelación de la hipoteca de su vivienda. ¿Desea continuar con el trámite?”
Me quedé petrificada.
—¿Cómo dice? ¡Yo no he pedido nada!
Fui a mi despacho. Mis documentos estaban revueltos. Faltaban dos papeles: mi escritura de propiedad y la copia notarial del préstamo que le hice a Irene.
Cuando los confronté, Matías me miró con una tranquilidad insultante.
—Vivimos en familia, ¿no? Todo se comparte.
—No contigo —respondí con firmeza.
Esa tarde salí a la calle para pensar. Me senté en un banco frente al puerto. Un hombre mayor, vecino del barrio, me saludó y notó mi preocupación. Sin entrar en detalles, le conté lo básico. Me dijo algo que me quedó grabado:
—Cuando alguien llega a tu casa sin pedir permiso, no es una visita: es una invasión.
Volví con una decisión clara. Entré sin hacer ruido y escuché, desde el pasillo, a Matías hablando con tono bajo pero urgente:
—Si no vendemos esto pronto, estamos jodidos. Tu madre no sospecha nada, pero la vieja… la vieja empieza a hacer preguntas.
Sentí un escalofrío tan intenso que tuve que apoyarme en la pared. ¿Vender mi casa? ¿Mi hogar? ¿Qué más habían planeado?
Al entrar en el salón fingí normalidad, pero sabía que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Fui directa a mi habitación y llamé a un abogado de confianza, un amigo de mi difunto marido.
Le conté todo.
—No te preocupes —me dijo—. Si esa gente ha tocado documentos tuyos, están cometiendo un delito. Mañana voy a tu casa. Pero no les digas nada.
Cerré la puerta, bloqueé con llave y escondí mi bolso bajo la cama. Tenía miedo. Pero también una determinación que me sorprendía.
Sabía que Matías y Efigenia tramaban algo grave.
Sabía que Irene era víctima de una manipulación asfixiante.
Y sabía que si no actuaba ya, perdería mi casa, mis ahorros y hasta mi dignidad.
Pero no imaginaba que la situación explotaría esa misma noche.
A las diez de la noche, escuché ruidos en el pasillo. Pasos apresurados, murmullos. Abrí apenas la puerta y vi a Matías con un sobre en la mano.
—Mañana firmamos, ¿vale? —le dijo a Efigenia—. Y con eso nos libramos.
—¿Y la vieja?
—Una firmita por aquí, otra por allá… ni se enterará.
Me encerré de nuevo, temblando. No podía esperar al abogado. Tenía que actuar ya.
Cogí mi móvil y grabé un mensaje de voz:
“Si mañana desaparezco o pasa algo extraño, que se revise todo lo relacionado con Irene Castro, Matías Fernández y Efigenia López.”
Lo envié a mi abogado y a mi hermana.
A las siete de la mañana, él estaba llamando al timbre.
Abrí la puerta sin que los otros lo notaran.
—Necesito ver los documentos que faltan —dijo en voz baja.
—Los robaron.
—Entonces vamos a por ellos.
Entramos al salón mientras Irene, Matías y Efigenia desayunaban. Mi abogado se presentó con credenciales en mano.
—Buenos días. Necesito revisar la documentación que pertenece a mi clienta. Y por ley, ninguno de ustedes puede manipular sus bienes sin autorización.
El silencio fue inmediato. Matías se levantó bruscamente.
—Aquí no tiene nada que hacer.
—Tengo una denuncia preparada —respondió el abogado—. Si se niegan, llamo ahora mismo a la policía.
Efigenia palideció.
En ese momento Irene, con voz quebrada, murmuró:
—Mamá… yo… no sabía todo esto.
—¿Qué no sabías? —replicó mi abogado—. ¿Que tu marido planeaba vender esta casa sin consentimiento? ¿Que usaron el dinero de tu vivienda en apuestas y deudas?
Matías gritó:
—¡Eso es mentira!
Pero en ese instante sonó su móvil. El abogado lo cogió de la mesa con rapidez. La pantalla mostraba un mensaje de un tal “Rafa el Toro”:
“Si mañana no pagas, te rompo las piernas. La vieja pone la casa o lo haces tú.”
La expresión de Matías lo dijo todo.
Irene empezó a llorar.
—¡Matías! ¿Qué has hecho?
—Lo que tenía que hacer —escupió él.
La policía llegó en menos de diez minutos. Mi abogado había hecho la llamada mientras discutíamos. Registraron las habitaciones, encontraron mis documentos escondidos en la maleta de Efigenia y se llevaron a Matías detenido por estafa, coacción y falsificación.
Efigenia, al ser cómplice, también fue trasladada para declarar.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Irene cayó de rodillas llorando.
—Mamá… perdóname… yo… yo pensé que era una inversión. Él decía que sabía lo que hacía… yo… no quería perder tu cariño…
La abracé. No podía culparla; había estado sometida, manipulada, anulada emocionalmente.
Durante semanas, trabajó con mi abogado para recuperar lo que quedaba del dinero, asumir responsabilidades y rehacer su vida. Consiguió un pequeño piso de alquiler cerca del mío y empezó a trabajar de nuevo en una clínica veterinaria.
Yo recuperé mi tranquilidad. Mis paseos por la playa. Mi casa.
Y, sobre todo, recuperé a mi hija.
La vida volvió a su cauce, pero no sin dejarme una lección:
quien entra en tu hogar sin permiso puede intentar arrebatarte más que un techo; puede intentar robar tu paz. Y defenderla es un acto de amor propio.
El conflicto terminó.
La verdad salió a la luz.
Y esta vez… ganamos nosotras.