Sophia Ramírez, veinticuatro años, se miró por última vez en el espejo del baño de la suite nupcial. El vestido blanco de encaje parecía burlarse de ella. En menos de una hora había firmado su vida a cambio de un cheque: la operación de corazón de su padre, la hipoteca de la casa familiar en Toledo y la universidad de su hermano pequeño. El precio: casarse con Miguel Ángel de la Vega, un magnate viudo de sesenta y nueve años que apenas conocía.
La boda había sido rápida y fría en la catedral de Toledo, bajo la mirada curiosa de unos pocos invitados que murmuraban sobre la diferencia de edad. Miguel Ángel, canoso, elegante y cortés, le había puesto el anillo con manos temblorosas. Sophia había dicho «sí, quiero» con la voz rota, pensando solo en los papeles que él le entregaría al día siguiente: el ingreso hospitalario de su padre ya estaba pagado.
Ahora, en la mansión de La Moraleja, Madrid, Sophia se quedó sola en la habitación principal. Miguel Ángel le había dicho con voz suave: «Tómate tu tiempo, cariño. Yo me doy una ducha». El sonido del agua llevaba corriendo veinte minutos. Demasiado tiempo. El corazón de Sophia se aceleró. ¿Y si le había dado un infarto? ¿Y si moría esa misma noche y todo su sacrificio había sido en vano?
Se puso la bata de seda y caminó descalza hasta la puerta del baño privado. La luz se filtraba por debajo. Respiró hondo y giró el pomo.
Dentro, el vapor llenaba el aire. Un hombre joven, de unos treinta y cinco años como mucho, moreno, de espaldas anchas y músculos definidos, se secaba el pelo con una toalla. En el mármol del lavabo descansaba una peluca plateada perfectamente peinada… idéntica al cabello del hombre con quien se había casado horas antes.
El desconocido se giró. Sus ojos verdes la atravesaron. Una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en su rostro.
—¿Buscas a tu marido, Sophia? —preguntó con la misma voz grave que había pronunciado los votos… pero ahora más firme, más viva.
La peluca, el maquillaje sutil en las arrugas, los lentes de contacto grises… todo caía como piezas de un rompecabezas macabro.
—¿Quién demonios eres tú? —susurró ella, retrocediendo hasta chocar con la puerta.
El hombre dio un paso adelante, dejó caer la toalla de la cintura y se quedó completamente desnudo frente a ella, sin pudor.
—Soy Miguel Ángel de la Vega —dijo—. El de verdad.
Y tú, mi querida esposa… ¿estás lista para conocer al hombre con quien realmente te has casado?
¿Qué clase de juego mortal había aceptado Sophia al firmar aquel contrato matrimonial?
Y peor aún… ¿qué iba a hacer ahora que sabía que su marido no era un anciano enfermo, sino un depredador que había fingido serlo durante meses?
«¿Buscas a tu marido, Sophia?» – La noche en que descubrí que el anciano millonario nunca existió
Sophia sintió que las piernas le fallaban. Quiso gritar, pero él fue más rápido: cerró la puerta del baño con un clic y se plantó frente a ella en dos zancadas.
—Tranquila —dijo levantando las manos—. No voy a tocarte si no quieres. Pero tenemos que hablar. Ahora.
—¿Cómo has podido hacer esto? —logró articular ella—. ¡Engañaste a mi familia, al cura, a todo el mundo!
Miguel Ángel —el verdadero— se acercó al armario, sacó un albornoz negro y se lo puso con calma.
—No te engañé del todo —respondió—. El dinero es real. La operación de tu padre está pagada. La hipoteca cancelada. Todo lo que prometí se ha cumplido. Solo… cambié la versión que te mostré de mí.
—¿Por qué?
Él se sentó en el borde de la cama, la miró fijamente.
—Porque ninguna mujer de tu edad habría aceptado casarse conmigo si me hubiera presentado tal como soy. Y yo necesitaba una esposa. Urgentemente.
Sophia frunció el ceño.
—¿Necesitabas? ¿Para qué?
—Para el testamento de mi tío Baltasar. Murió hace seis meses y dejó una cláusula absurda: si no me casaba antes de cumplir cuarenta años, sus acciones —el 51 % del grupo De la Vega— pasarían a mi primo Raúl, un inútil que llevaría la empresa a la ruina en dos años. Yo cumplo cuarenta dentro de tres semanas.
Hizo una pausa y continuó:
—Contraté investigadores. Te observaron durante meses. Sabía que tu padre estaba enfermo, que estabas desesperada. Te ofrecí la única salida que tenías… y funcionó.
Sophia sintió náuseas.
—¿Me investigaste como si fuera una presa?
—Como una aliada —corrigió él—. Te elegí porque eres inteligente, leal y no tienes ambición de riqueza. Sabía que no me robarías ni me traicionarías una vez firmado el acuerdo.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella con voz temblorosa—. ¿Esperas que fingamos el resto de nuestras vidas?
—No —respondió él con firmeza—. El matrimonio ya es legal. El testamento está salvado.
Dentro de un año podemos divorciarnos amistosamente y te irás con diez millones de euros limpios. Hasta entonces… vivimos juntos. Sin obligación física. Habitaciones separadas si lo prefieres.
Sophia lo miró fijamente. Había odio, sí, pero también algo más: curiosidad. El hombre frente a ella era arrogante, manipulador… pero también increíblemente atractivo y, de alguna forma retorcida, honesto en ese momento.
—¿Y si me niego a seguir el juego? —preguntó.
—Entonces mañana mismo cancelo todos los pagos. Tu padre vuelve a la lista de espera del hospital público. Tu casa se subasta en treinta días. Tú eliges.
Silencio. El tictac del reloj suizo en la mesilla era lo único que se oía.
Sophia tragó saliva.
—Tienes un año para convencerme de que no eres un monstruo —dijo al fin—. Si al final del año sigo odiándote… me voy con lo pactado y nunca vuelves a verme.
Miguel Ángel sonrió, esta vez sin burla.
—Trato hecho, señora De la Vega.
Extendió la mano. Ella la miró un segundo eterno… y la estrechó.
Lo que ninguno de los dos esperaba era que, en los siguientes meses, la línea entre odio y deseo empezara a difuminarse peligrosamente.
Los primeros meses fueron un infierno frío.
Sophia se instaló en el ala oeste de la mansión. Miguel Ángel respetó su espacio, pero no dejó de intentar acercarse: desayunos preparados por él mismo, libros que sabía que le gustaban apareciendo en su mesilla, viajes “de trabajo” a Sevilla o Barcelona donde la invitaba a acompañarlo “para que no se aburriera sola”.
Ella rechazaba casi todo. Pero poco a poco, las grietas aparecieron.
Una noche de octubre, después de que su padre saliera del hospital completamente recuperado, Sophia bajó a la cocina a las tres de la madrugada y lo encontró preparando chocolate caliente. Sin peluca, sin maquillaje, sin fachada. Solo él, en pijama, con ojeras de no dormir.
—No podía dormir —dijo él—. Me preocupaba que tu padre tuviera fiebre otra vez.
Ella se quedó en la puerta, sorprendida.
—¿Por qué te importa tanto?
—Porque tú lo quieres —respondió simplemente—. Y tú… eres mi esposa.
Esa noche hablaron hasta el amanecer. Por primera vez sin armaduras.
Después vinieron más noches así. Descubrió que Miguel Ángel había crecido huérfano de madre, que su tío Baltasar lo había tratado como a un empleado más que como familia, que llevaba años solo porque no confiaba en nadie. Descubrió también que donaba anónimamente millones a hospitales infantiles y que había pagado operaciones de corazón a más de treinta personas antes que a su padre… pero nunca se lo había dicho a nadie.
Sophia empezó a bajar a desayunar con él. Luego a acompañarlo a los eventos. Luego a reírse de sus chistes malos. Luego… a besarlo una noche de diciembre bajo la nieve artificial del jardín de invierno.
El deseo que ambos habían reprimido explotó como una tormenta.
Se amaron en la alfombra, en la escalera, en cada rincón de la casa que antes había sido territorio enemigo. Y con el sexo llegó la verdad más difícil:
—Te quiero —le dijo él una madrugada, temblando entre sus brazos—. Pero no te retendré si quieres irte cuando llegue el año.
Sophia lo miró. Habían pasado once meses y veintiocho días.
—No me voy a ninguna parte —susurró ella.
El día que se cumplió el año, Miguel Ángel la llevó al mismo registro civil donde se habían casado. Esta vez sin invitados, sin vestido de novia, sin lágrimas de miedo.
—¿Sophia Ramírez, quieres casarte conmigo… otra vez? Pero ahora de verdad, sin contratos ni mentiras.
Ella sonrió con los ojos llenos de lágrimas, pero esta vez de felicidad.
—Sí, quiero. Y esta vez para siempre.
Se casaron de nuevo. La segunda boda fue pequeña, en la finca familiar de Toledo, con su padre ya caminando sin bastón, su hermano pequeño como padrino y Maria, su mejor amiga, llorando en la primera fila.
Años después, cuando les preguntaban cómo se conocieron, Sophia siempre decía la misma frase:
—Mi marido tuvo que fingir ser otra persona para que me enamorara de él…
pero al final, el único que se enamoró de verdad fui yo del hombre que siempre había estado debajo de la máscara.
Y Miguel Ángel, cogiéndole la mano, añadía:
—Y yo sigo dando gracias todos los días por aquella noche en que mi esposa abrió la puerta del baño… y decidió quedarse.