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“¿Por qué tienes miedo, mamá?” — El susurro escalofriante que convirtió un embarazo tranquilo en una pesadilla viviente

“¿Por qué me estás hablando… si aún no has nacido?”

El susurro heló la sangre de Isolda Martín antes incluso de que pudiera girarse. Solo estaba ella, la cuna recién montada, y su respiración entrecortada reflejada en la ventana del piso en Salamanca. La habitación, luminosa durante el día, se volvía opresiva por la noche, como si las paredes escucharan demasiado.

Todo había sido normal durante su embarazo… hasta el octavo mes. Isolda, sola mientras su esposo Adrián viajaba por trabajo, empezó a hablarle al bebé por las noches. Una costumbre tierna, íntima, tranquila.
Ya queda poco, mi vida… —susurró acariciándose el vientre.

Entonces ocurrió.
Un murmullo, casi imperceptible, pero inteligible:
Lo sé, mamá…

El miedo le paralizó las manos. Su primera reacción fue negarlo. Era su mente. El estrés. El insomnio. Nada más. Sin embargo, al día siguiente algo dentro de ella no encajaba. El bebé se movía de manera inusualmente violenta, como si cada palabra que ella pronunciara provocara una reacción.

La noche siguiente, incapaz de contener la inquietud, volvió a hablarle:
Cariño… te contaré un secreto, pero prométeme que no…
Un golpe seco en su vientre la interrumpió. Y después, la voz de nuevo, más clara, más fría:
Ya lo sé todo, Isolda.

El aire se volvió irrespirable.
¿Cómo podía haber escuchado eso? ¿De dónde venía?
Pero antes de que pudiera reaccionar, un segundo sonido apareció: una risa. No inhumana… pero tampoco infantil. Una risa adulta. Una risa real.

Isolda retrocedió hasta chocar con la pared, temblando.
¿Estaba enloqueciendo? ¿Había alguien en la casa? ¿Era el bebé… o algo más cerca de ella?

Mientras intentaba controlar su respiración, un pensamiento la atravesó como un cuchillo:
¿Y si la voz no viene del bebé… sino de alguien que lleva meses ocultándose cerca de mí?

“Esa no era la voz de un bebé… entonces, ¿quién demonios está hablando desde tan cerca de mi vientre?”

“La voz no viene del bebé… entonces, ¿de dónde?”

Isolda no pudo dormir aquella noche. Cada sombra del pasillo, cada crujido del piso, parecía una amenaza. Se abrazaba el vientre como si pudiera proteger al niño de algo que no sabía nombrar. Cuando por fin amaneció, tomó una decisión: debía averiguar la verdad, fuera lo que fuese.

Lo primero que hizo fue llamar a Adrián.
—Necesito que vuelvas a casa. Algo… raro está pasando.
Pero Adrián respondió con el tono impaciente que ya se había vuelto habitual:
—Isolda, estás a semanas de dar a luz. Los nervios son normales. No puedo cancelar reuniones por tus… impresiones.
La llamada terminó y ella se quedó con una punzada en el pecho que no tenía nada que ver con el embarazo.

A media mañana, decidió visitar a su obstetra, la doctora Vega. Tras explicar lo ocurrido —con vergüenza, sin saber cómo sonaba su relato—, la doctora la examinó y concluyó:
—No hay nada físicamente anormal. Pero Isolda… estás bajo un estrés enorme. El insomnio y la ansiedad pueden provocar alucinaciones auditivas temporales.
Isolda intentó aceptar la explicación, pero algo dentro de ella no encajaba. Aquella risa había sido demasiado real.

Volvió a casa con una sensación creciente de inquietud. Desde hacía meses, Adrián había cambiado. Distante. Ausente. A veces desaparecía todo un fin de semana “por trabajo”. ¿Y si la voz tenía relación con algo que él escondía?
La duda se convirtió en necesidad: debía revisar la casa.

Empezó por la habitación del bebé, donde había escuchado el primer susurro. Revisó detrás del armario, bajo la cuna, incluso dentro de las cajas de pañales. Nada. Luego revisó su propio dormitorio. Abrió cajones, movió maletas, revisó repisas. Todo parecía normal… hasta que llegó al vestidor de Adrián.

En el fondo del estante superior, encontró una pequeña caja negra. Dentro:
—Un micrófono diminuto.
—Un dispositivo receptor.
—Y una tarjeta con el nombre de una empresa de seguridad privada.

El corazón le cayó al suelo.
¿Micrófonos en su propia casa? ¿Adrián la estaba grabando? ¿Con qué propósito?

Sintió un golpe en el estómago. No era una patada del bebé: era miedo puro.

Decidió llamar a la empresa de seguridad. Fingió ser Adrián. La respuesta del técnico la dejó helada:
—Sí, señor. El sistema sigue activo. Tal como pidió, uno de los micrófonos está instalado detrás del panel del radiador en la habitación del bebé. La calidad del audio es excelente.
Isolda dejó caer el móvil. La voz la había escuchado desde un micrófono. Pero ¿quién estaba hablando?

Esa noche, a las 3:00 a.m., incapaz de resistir, volvió a la habitación del bebé. Se acercó al radiador.
—¿Quién eres? —susurró.
La respuesta llegó un segundo después:
—Isolda… tenemos que hablar.

La voz no era infantil. Era masculina. Era madura. Y lo más devastador:
Era la voz de Adrián.

“Si la voz era de Adrián… ¿significa que llevaba meses escuchándola, vigilándola y hablándole sin que ella lo supiera?”

“La verdad sobre la voz… y la libertad de Isolda”

La revelación cayó sobre Isolda como un mazazo. Adrián. Su propio esposo. El hombre que debía protegerla. El que prometió que formarían una familia basada en la confianza.
Él era la voz que escuchaba por las noches.
Él la había estado vigilando.
Él había instalado micrófonos sin que ella lo supiera.

Pero quedaba la pregunta más importante: ¿por qué?

A la mañana siguiente, cuando Adrián finalmente regresó de su viaje, Isolda lo esperaba en la sala. Sobre la mesa había colocado la caja con los dispositivos. Adrián se quedó helado.

—¿Quieres explicarme qué es esto? —preguntó ella con una calma que escondía un océano de rabia.

Adrián tragó saliva.
—Isolda, escúchame… Yo no quería hacerte daño.
—Entonces, ¿por qué me grababas? ¿Por qué me hablabas como si fueras… nuestro hijo?

Él pasó una mano por la cara, agotado.
—Me asustaba verte tan sola. Tan nerviosa. Pensé que hablarte de esa manera… podía ayudarte a sentirte acompañada. Y sí… empecé a escuchar tus conversaciones.
—¿Para controlarme?
—Para protegerte —dijo él, con una voz rota que no lograba convencer.

Pero todo cambió con su siguiente frase:
—Y también… para saber la verdad. Para saber si el bebé que esperas… es mío.

El mundo de Isolda se detuvo.
—¿Cómo te atreves? ¡Cómo puedes pensar…!
—Vi mensajes en tu móvil —interrumpió Adrián—. Un número desconocido. Conversaciones borradas.
Isolda sintió un pinchazo en el pecho.
—Ese número es de la clínica que te dije. La que atiende embarazos de alto riesgo.

Adrián se desplomó en una silla, hundido en su propio error.
—No sabía… Pensé lo peor. Y entonces me volví paranoico. Lo siento.
Las lágrimas de él no borraban el daño, pero explicaban algo crucial: no había nada sobrenatural. Solo miedo, inseguridad y decisiones terribles.

Durante las semanas siguientes, fueron a terapia de pareja. Adrián desinstaló todos los dispositivos y entregó una carta escrita de su puño y letra comprometiéndose legalmente a no repetir nada parecido. La doctora Vega confirmó que la salud mental de Isolda estaba afectada, pero que podía recuperarse plenamente con apoyo y descanso.

Y lo más importante: el bebé estaba perfectamente sano.

Cuando llegó el día del parto, Adrián estuvo allí. No como el hombre controlador que se había vuelto, sino como el marido que estaba intentando reconstruirse.
La niña, Alba, nació fuerte y hermosa.

Los primeros días fueron difíciles, pero algo cambió profundamente en él. Dormía en el sillón del hospital, sostenía a la niña con una delicadeza que jamás había mostrado y se disculpaba cada noche por los errores del pasado.

Isolda, por su parte, empezó a sanar. A recuperar sus espacios. Sus decisiones. Su voz.
Ella puso límites claros, renovó su confianza poco a poco y permitió que Adrián formara parte de la vida de la niña solo si respetaba cada una de sus reglas.

Tres meses después, mientras paseaban con Alba por el parque del río Tormes, Isolda se dio cuenta de algo:
su vida, aunque marcada por el miedo, había encontrado un nuevo equilibrio.
Un equilibrio basado en la verdad, el respeto y una familia que, por fin, empezaba a crecer de la manera correcta.

No era un cuento perfecto.
Pero sí un final feliz.
Un final real.
Un final suyo.

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