«¿Por qué ese niño tiene mis ojos?»
La pregunta golpeó la mente de Eduardo Llorente con la fuerza de un tren.
Era una mañana cualquiera en el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, y Eduardo, uno de los empresarios más respetados de España, avanzaba con seguridad hacia su puerta de embarque. Tenía por delante un viaje decisivo a Nueva York. Su vida estaba estrictamente organizada, impecablemente calculada… hasta que escuchó una voz temblorosa detrás de él.
—Señor Llorente…
Él se giró.
Y el mundo se detuvo.
Allí estaba Clara Morales, la antigua empleada doméstica que desapareció de su casa en Toledo seis años atrás sin dejar rastro. Nadie supo por qué se había marchado, ni siquiera él. Y ahora, frente a él, Clara sujetaba dos maletas maltrechas y tenía a dos niños pequeños aferrados a su falda. Estaban pálidos, demasiado delgados, con ropa gastada.
Pero lo que cortó la respiración de Eduardo no fue su aspecto.
Fue el rostro de los niños.
El niño levantó la vista, chupándose el labio con timidez. Tenía los mismos ojos verdes que Eduardo, la misma forma de cejas, incluso el mismo mechón rebelde que él tenía de niño.
—Me llamo Eddie —dijo el pequeño, extendiendo su mano—. Como mi papá.
Eduardo sintió que el aire se volvía insoportable. Clara retrocedió, nerviosa.
—No… no deberías llamarlo así —susurró ella—. No delante de… él.
El empresario miró fijamente a Clara. Ella evitó sus ojos, como si llevara años huyendo de aquel momento.
—Clara… ¿qué significa esto?
Sus lágrimas finalmente cedieron.
—Son tuyos, Eduardo. Los dos.
—¿Mis… hijos?
Ella asintió.
Explicó que se había marchado porque él, en un ataque de furia, le había dicho que “la gente como ella no pertenecía a su mundo”. Clara creyó que jamás aceptaría tener hijos con una mujer de clase baja. Sintió miedo, vergüenza… y huyó.
Eduardo sintió un golpe de culpa tan fuerte que tuvo que apoyarse en una columna. Detrás de él anunciaron el último aviso para su vuelo. No se movió. No podía.
Por primera vez en su vida, un negocio dejó de importar.
¿Qué hará Eduardo ahora que ha descubierto que es padre de dos niños que crecieron sin él? ¿Y qué verdad aún no le ha contado Clara sobre los últimos seis años?
Eduardo llevó a Clara y a los gemelos —Eddie y Elena— a un café del aeropuerto. No podía permitir que los niños pasaran ni un minuto más sin comida. Los camareros los miraron con lástima; los pequeños devoraban el pan como si no hubieran comido en días.
—¿Qué os ha pasado? —preguntó Eduardo con la voz más suave que pudo.
Clara tragó saliva.
—No quería que te enteraras. No quería que pensaras que venía a pedirte algo.
—Pero… ¿por qué están así? ¿Qué ha ocurrido?
Ella bajó la mirada, incapaz de sostenerle la mirada mientras hablaba.
—Trabajé en casas, bares, donde pudiera. Pero siempre temporal, siempre mal pagado. Cuando supieron que era madre soltera de gemelos… me cerraron puertas. No tenía familia. No tenía a nadie.
Eduardo sintió una puñalada. Él sí tenía recursos, contactos, poder. Ella solo tenía miedo.
—¿Por qué no me buscaste?
—Porque yo sabía cómo me veías —respondió ella con un hilo de voz—. Dijiste que las personas como yo no merecían estar en tu mundo. Me lo dejaste muy claro el día que… antes de desaparecer.
Eduardo cerró los ojos con un nudo en la garganta. Recordaba aquella noche. Estaba furioso por un negocio fallido y descargó su rabia con palabras que jamás imaginó volver a oír. No sabía que Clara las había llevado como cadenas durante seis años.
Pero había algo más. Se notaba. Clara temblaba cada vez que alguien se aproximaba.
—Clara —dijo él—. ¿De qué huyes realmente?
Ella se derrumbó.
—De Samuel.
Eduardo frunció el ceño; no reconocía ese nombre.
—¿Quién es?
—El hombre con el que viví los últimos años. Pensé que necesitaba una figura masculina para los niños. Pero él… cambió. Bebía. Gritaba. A veces… —sus labios se quebraron— golpeaba.
El corazón de Eduardo ardió de rabia contenida.
—¿Te hizo daño?
—A mí, sí. A ellos no… todavía. Por eso me fui.
La palabra todavía lo dejó helado.
—Clara, ¿sabe dónde estás?
—No. Pero si descubre que he vuelto a España… me buscará.
Eduardo se levantó de golpe.
—No te va a tocar nunca más. Ni a ti, ni a mis hijos.
Ella lo miró sorprendida. Era la primera vez que Eduardo usaba esa palabra: mis hijos.
Él respiró hondo.
—Clara, veníos conmigo a Madrid. Os daré un lugar seguro. Y luego… hablaremos de todo lo demás.
—¿Por qué harías eso ahora?
Los gemelos, sin saber nada, reían con un dibujo animado en el móvil.
—Porque es lo que debí hacer hace seis años —respondió él—. Y porque no pienso fallaros otra vez.
Pero mientras salían del aeropuerto, un hombre observaba desde lejos.
No les quitó los ojos de encima.
Era Samuel.
Eduardo instaló a Clara y a los niños en una residencia privada bajo seguridad. Los gemelos se adaptaron rápidamente: tenían juguetes nuevos, comida caliente y una habitación para cada uno. Eduardo se sorprendía cada día descubriendo pequeños detalles de sus personalidades: Eddie era curioso y callado; Elena, risueña y extremadamente protectora de su hermano.
Por primera vez, empezó a sentir que era padre.
Pero el peligro aún no había terminado.
Tres días después, el guardia llamó a la puerta.
—Señor Llorente, hay alguien intentando entrar al perímetro. Dice que viene por Clara.
Eduardo supo de inmediato quién era.
—Mantenedlo alejado —ordenó con frialdad—. Llamad a la policía.
Clara, al enterarse, se derrumbó.
—¡No quiero problemas! ¡Solo quiero que nos deje en paz!
Eduardo se sentó a su lado.
—Clara, lo que ha hecho es delito. No vas a vivir huyendo nunca más. No mientras yo esté aquí.
La policía llegó y arrestó a Samuel, que forcejeó gritando que Clara “era suya”. Eduardo, furioso, lo enfrentó antes de que se lo llevaran.
—Escúchame bien —dijo con tono helado—. Ni tú ni nadie volverá a tocar a mis hijos. Y créeme: tengo suficientes recursos para asegurarme de ello.
Eran palabras simples, pero llevaban el peso de un imperio.
Con Samuel fuera de sus vidas, Clara empezó a respirar sin miedo por primera vez en años. Eduardo se encargó de los trámites legales, ofreció apoyo psicológico a los niños y organizó médicos, nutrición, escuelas… Todo lo que un padre responsable habría hecho desde el principio.
Una tarde, en el jardín de la residencia, los gemelos corrían tras una pelota. Clara observaba en silencio.
—No puedo creer que esto esté pasando —susurró.
Eduardo se acercó.
—Clara… quiero pediros perdón. Por el pasado. Por lo que dije. Por no haber visto lo que necesitabas cuando estabas a mi lado. Y… por haberme perdido cinco años de sus vidas.
Ella lo miró, con emociones mezcladas.
—Yo también cometí errores, Eduardo. Pero ahora… estamos aquí.
Los gemelos se acercaron corriendo.
—¡Papá, mira! —gritaron los dos al mismo tiempo, enseñándole un dibujo de la familia.
Eduardo se agachó, con una sonrisa que él mismo no reconocía. Una sonrisa que no tenía nada que ver con negocios, poder o prestigio.
Tenía que ver con hogar.
Clara lo observó. En sus ojos había algo nuevo: confianza.
Eduardo respiró hondo.
—Si queréis… podemos empezar de nuevo. Juntos. Sin miedo. Como una familia.
Clara tardó unos segundos en responder… pero finalmente asintió.
—Sí, Eduardo. Empecemos de nuevo.
Los gemelos los abrazaron, formando un círculo cálido que, por primera vez en muchos años, no se rompió.
Eduardo había perdido un vuelo.
Pero había recuperado una familia.
Y esta vez, no pensaba dejarla ir.