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“No quiero ese bebé, ¿lo entiendes?” — La traición que destruyó a Natalia y el encuentro inesperado que la salvó.

“Si lo dices ahora, destruirás mi vida.”
Esa fue la primera frase que salió de la boca de Ian cuando, en la puerta del juzgado de Sevilla, le dije que estaba embarazada. Me imaginé lágrimas de alegría, un abrazo fuerte, un “vamos a ser una familia”. En cambio, vi cómo su rostro se endurecía hasta convertirse en piedra.

—¿Estás embarazada? —escupió—. ¿Y me lo dices hoy? ¿El día de nuestra boda?
—Quería que fuera una sorpresa bonita…
—¡Pues me has arruinado la vida, Natalia!

Su voz resonó en el patio como un trueno. La gente se giró, el eco del escándalo se clavó en mi pecho. Antes de que pudiera reaccionar, Ian dio media vuelta y se marchó, dejándome sola con mi ramo marchitándose entre mis dedos.

En cuestión de horas, perdí a mi prometido, mi hogar y cualquier plan para el futuro. Su familia me culpó. Mis amigas no sabían qué decir. Yo solo sabía que tenía un bebé dentro y que no podía rendirme, aunque por dentro estuviera rota.

Las primeras noches las pasé en una pensión barata. Luego en casa de una amiga que me pudo alojar solo por dos días. A la tercera noche, dormí en un banco del Parque de María Luisa, abrazándome la barriga para sentir que no estaba completamente sola.

Pero necesitaba dinero. Así que acepté el único trabajo que encontré sin contrato: lavar coches en un lavadero cerca de Triana. Ocho horas de pie, de químicos que irritaban mi piel, de comentarios desagradables de algunos clientes, de manos que sangraban al final del turno. Y aun así, cada euro contaba.

Un día, mientras secaba un coche, escuché a un hombre hablando por teléfono, apoyado en un vehículo gris. Tenía la voz rota.

—No puedo seguir así, Mateo… No encuentro a nadie que cuide a Lucía. Desde que falleció Laura, todo se me viene abajo… No quiero perder mi trabajo también.

Me giré y lo miré. Ojeras, barba descuidada, tristeza clavada en los hombros. No sabía nada de él, pero sus palabras me golpearon como un espejo.

Sin pensarlo, me acerqué.
—Perdone… yo… puedo ayudarle. Puedo cuidar a su hija.

Él levantó la vista, sorprendido.
—No te conozco.
—Soy buena con los niños. Y necesito trabajar. Solo… déme una oportunidad.

El hombre —David— dudó durante segundos eternos.
Luego asintió.

Ese día, mientras dejaba el lavadero atrás, algo cálido y nuevo despertó en mí: esperanza.

Pero entonces me pregunté…

¿Quién era realmente David, y qué historia escondía su hija Lucía tras aquella mirada tan triste?

David cumplió su palabra. Me citó a la tarde siguiente en su casa, un piso sencillo en Dos Hermanas. Cuando abrió la puerta, noté el olor a polvo, juguetes tirados, platos acumulados… señales de una vida suspendida desde el fallecimiento de alguien importante.

—Lo siento por el desastre —dijo, apartando cajas con el pie—. No sé cómo organizarme desde que Laura… ya no está.

No supe qué decir, así que simplemente asentí. El dolor en sus ojos hablaba por sí solo.

Entonces apareció ella: Lucía, una niña de cinco años con el pelo rizado y una mirada que parecía medir cada movimiento del mundo. No sonrió. No habló. Solo agarró con fuerza un peluche viejo y se escondió detrás de la mesa.

—Todavía no habla mucho desde… —David tragó saliva— desde que perdió a su madre.

Yo me incliné despacio.
—Hola, Lucía. Soy Natalia. ¿Te gusta dibujar?

Ella no respondió, pero cuando saqué un pequeño lápiz del bolso, dio un paso tímido hacia mí. David lo notó y suspiró, como si por primera vez en meses alguien hubiera abierto una ventana en aquella casa.

Pasamos la tarde juntos. Le preparé la merienda, la ayudé a ordenar juguetes, la acompañé al parque cercano. Poco a poco, una chispa de confianza apareció en sus ojos. A la noche, David me ofreció formalmente el trabajo.

—Quiero pagarte bien, pero ahora mismo no puedo… —dijo, avergonzado.
—No se preocupe —respondí—. Solo necesito estabilidad.

Durante semanas trabajé con ellos. Lucía comenzó a hablar más, y David empezó a dormir mejor. Yo también cambié: ya no me despertaba llorando cada día. A veces, incluso reía.

Pero justo cuando pensaba que mi vida comenzaba a mejorar, algo inesperado ocurrió.

Una tarde, mientras recogía a Lucía del colegio, un coche negro se detuvo frente a nosotros. La ventanilla bajó lentamente. Un hombre elegante, desconocido, clavó sus ojos en mí.

—¿Eres Natalia Ruiz? —preguntó con voz fría.

Mi corazón dio un vuelco.
—¿Quién es usted?

Él sonrió sin humor.

—Trabajo para la familia de Ian. Tenemos que hablar. Tu aparición en la vida de este hombre… digamos que ha despertado sospechas.

Lucía apretó mi mano, asustada. Yo retrocedí un paso.

—No tengo nada de qué hablar con ellos —dije firme.

—Más te vale. —El hombre acercó su rostro un poco más—. Porque no solo te afecta a ti. También afecta a tu hijo.
—¿Mi hijo?
—El que llevas dentro. Ellos quieren hacerse cargo de “lo que consideran suyo”.

El coche se fue, dejándome temblando.

Todo mi cuerpo se heló.

¿La familia de Ian quería quitarme a mi bebé?
¿Y qué tenía que ver David en todo eso?

El miedo volvió a apoderarse de mí.

Esa noche, apenas pude dormir. El eco de las palabras del hombre del coche seguía persiguiéndome: “Quieren lo que consideran suyo.” Me levanté con el corazón acelerado y la decisión de hablar con David. Él merecía saber que algo oscuro comenzaba a envolvernos.

Después de acostar a Lucía, le conté todo: el abandono, el embarazo, la amenaza velada. David me escuchó sin interrumpirme, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo.

—Natalia… —dijo finalmente—. Tienes que denunciarlo.
—¿Y si la familia de Ian tiene más poder del que imagino?
—No importa. Lo que intentan hacer es ilegal. Y no estás sola.

Esa última frase me golpeó de una forma inesperada. No estás sola. Hacía meses que nadie me decía algo así.

Al día siguiente fuimos juntos a la comisaría de Sevilla. Los agentes tomaron nota y abrieron un expediente. Me aseguraron que, mientras no existiera una orden judicial, nadie podía reclamar a mi hijo.

Pero la tensión no desapareció.

Durante los días siguientes, noté movimientos sospechosos: un coche detenido frente al edificio, un hombre que me seguía hasta el supermercado, llamadas silenciosas a medianoche. David también empezó a preocuparse.

—No voy a permitir que te pase nada —me dijo un domingo, mientras preparaba el desayuno—. Ni a ti ni al bebé. Si hace falta, hablaré yo mismo con ellos.

No pude evitar sonreír.
—Gracias, David. Ni siquiera me conocías y aun así confiaste en mí.

Él bajó la mirada.
—No fue solo confianza… Fue intuición. Y cariño.

El silencio que siguió fue cálido, diferente. Algo empezaba a nacer entre nosotros, aunque ninguno lo decía en voz alta.


La situación llegó a su punto crítico una tarde en que salimos los tres al parque. El mismo coche negro volvió a aparecer. Esta vez, dos hombres bajaron.

—Señora Ruiz, venimos a buscarla —dijo uno.

David se puso delante de mí.
—Ella no va a ningún sitio.

—Esto no es asunto suyo —resopló el hombre.

—Sí lo es —respondió David con calma férrea—. Porque ella trabaja conmigo. Y porque está bajo mi protección.

Los hombres vacilaron. En ese instante apareció la policía, alertada por un vecino que sospechó de las placas del coche. Tras revisar documentos, descubrieron que los dos sujetos tenían denuncias previas por coacciones. Con eso, los agentes se los llevaron.

Fue el final del acoso.


Los meses siguientes florecieron como una primavera. Lucía comenzó a hablar más; incluso me llamó “tía Natalia” una tarde que jamás olvidaré. David y yo nos volvimos inseparables. Él estaba cuando tuve náuseas, cuando los miedos regresaban, cuando el futuro parecía incierto.

Y cuando nació mi hijo, Mateo, David estuvo en el parto. Me sostuvo la mano. Lloró conmigo. Me prometió que no volvería a permitir que nadie me hiciera daño.

—Somos una familia —dijo él—. No importa cómo empezó todo. Lo que importa es que seguimos aquí. Juntos.

Mientras veía a Lucía acariciar la mano de mi bebé, sentí que por fin la vida me había devuelto todo lo que me arrebató.

Más que amor, más que estabilidad.

Me había devuelto un hogar.

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