“Señora… creo que mi cama está llena de hormigas… y no puedo mover mis piernas…”
Elisa Torres había atendido miles de emergencias en sus doce años como operadora del 112, pero aquella voz infantil la atravesó como un cuchillo helado. Eran casi las siete de la tarde en Zaragoza, una de esas tardes de febrero en las que el viento corta como vidrio. La central sonaba con llamadas rutinarias cuando irrumpió la respiración temblorosa de una niña.
—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó Elisa, modulando la voz, suave, firme, sin perder profesionalidad.
—Me llamo Lili… tengo seis años… no puedo cerrar las piernas… me duele mucho…
Elisa enderezó la espalda, activando de inmediato el protocolo pediátrico. La niña respiraba de forma entrecortada, y su llanto parecía mezclarse con un zumbido extraño de fondo.
—¿Estás sola, Lili?
—Sí… mamá está trabajando. Me dijo que no abra la puerta a nadie…
Mientras la pequeña hablaba, Elisa abrió la interfaz de geolocalización. La señal era débil, así que tuvo que guiarla con paciencia.
—Mira a tu alrededor, ¿sí? ¿Tu puerta es de qué color?
—Roja… creo… y hay un dibujo de un sol en la pared…
Era suficiente. Elisa comenzó a coordinar la salida urgente de bomberos, policía y una UVI móvil.
Pero entonces la niña empezó a describir síntomas más graves: picor “por dentro”, hinchazón, calor intenso. Elisa reconoció el cuadro: podía tratarse de una reacción alérgica severa a múltiples picaduras… potencialmente mortal.
—Lili, mi amor, escucha: ya voy a mandarte ayuda. Necesito que sigas hablando conmigo, ¿vale?
—¿Me voy a morir…? —susurró la niña.
—No. Estoy contigo. No te voy a dejar sola.
De repente, el ambiente cambió. Lili dejó de llorar. Se quedó quieta, demasiado quieta.
—Elisa… —susurró con un hilo de voz— …creo que hay alguien en el pasillo.
La operadora sintió cómo un escalofrío le recorría el cuello.
—¿Puedes escuchar pasos? ¿Lili? ¿Estás allí?
Pero la niña no respondió.
Solo un silencio largo, denso, insoportable.
Y luego, muy despacio… un crujido de madera.
¿Quién está en el pasillo? ¿Un intruso, un familiar… o alguien que no debería estar allí?
Elisa aumentó el volumen del auricular. La línea seguía abierta, pero la pequeña no hablaba. Cada segundo era una punzada en el pecho.
—Lili, cariño… necesito que me digas si estás bien —susurró Elisa.
Nada.
Luego, un sollozo casi inaudible.
—Está… está oscuro en el pasillo…
Elisa respiró hondo. Marcó código rojo para riesgo infantil inmediato.
—Lili, ¿puedes decirme si la puerta de tu cuarto está cerrada?
—Está… un poco abierta…
Esa simple frase aceleró el envío de patrullas. Desde la central le informaron que la UVI móvil estaba a tres minutos y los bomberos, a cinco.
—Lili, ¿puedes decirme qué escuchas?
—Hay… pasos. Muy despacio. Como si no quisieran que los oiga…
Elisa sintió que la sangre le golpeaba en los oídos.
—¿Puedes ver algo desde tu cama?
La niña tardó en contestar.
—Solo… una sombra.
Un ruido fuerte estalló en la línea: un golpe contra la pared. Lili gritó. Elisa casi se levantó de su silla.
—¡LILI! ¿QUÉ PASA?
—¡Se movió! —lloró la niña— ¡La sombra se movió!
Elisa tragó saliva, obligándose a mantener la voz estable.
—Escúchame. No hagas ruido. Quédate donde estás. Los sanitarios ya están llegando.
Desde el altavoz del interfono, una compañera anunció:
—Unidad UVI entrando en la calle Alfonso Solans. Policía en camino. Dos minutos.
La niña respiraba rápido, hiperventilando.
—Elisa, me duele mucho… mis piernas…
—Ya falta poco, cielo.
De repente, un sonido hizo temblar a todos los operadores cercanos: un chirrido, como si la puerta del cuarto se abriera lentamente.
Elisa apretó el auricular contra su oído.
—Lili, ¿estás viendo a alguien?
—Sí… —susurró la niña— Veo… veo unos pies.
La operadora sintió que el corazón se le detenía.
—¿Son los de tu mamá, Lili?
—No… mamá lleva zapatillas rosas…
—¿Y esos cómo son?
—Son grandes… negros… y… están muy sucios…
La puerta del cuarto se abrió de golpe. La niña dio un grito desgarrador. Elisa levantó la mano, dando la señal para activar micrófono ambiente y grabación reforzada. La policía ya estaba subiendo las escaleras del edificio.
—¡LILI, ESCÚCHAME! ¡Los agentes están ahí! ¡Ellos van a entrar!
Se escucharon voces ajenas a la niña. Un murmullo grave. Un ruido seco. Pasos acelerados. Un golpe. Lili llorando.
Luego, de pronto… un silencio absoluto.
—Unidad en puerta —avisó un agente—. Procedemos a entrar.
Elisa cerró los ojos.
Unos segundos después, a través de la línea abierta, se escuchó el estruendo de una puerta derribada, gritos policiales y un ruido de objetos cayendo al suelo.
Y tras eso… una voz adulta, desconocida, completamente fuera de lugar:
—¡No tenía dónde ir… no quería hacerle daño…!
¿Quién era el hombre dentro del piso? ¿Qué relación tenía con la niña? ¿Y qué descubrieron los sanitarios al examinar sus heridas?
Los primeros en llegar al cuarto fueron los agentes de la Policía Nacional. Lo que vieron los dejó inmóviles por un instante: una niña pálida, con las piernas marcadas por múltiples picaduras, llorando sobre la cama, y un hombre arrodillado en una esquina, las manos levantadas.
—¡Quieto! ¡Manos a la vista! —gritó uno de los policías.
El hombre no ofreció resistencia. Tenía la ropa sucia, mirada perdida, y olía a alcohol rancio. Mientras lo esposaban, repetía una frase entrecortada:
—Solo… quería… dormir… no sabía que había una niña…
Los sanitarios entraron justo después. Una médica joven, la doctora Alba Ríos, se acercó rápidamente a Lili. Su diagnóstico fue casi inmediato.
—Reacción alérgica por picaduras múltiples. Probablemente pulgas o chinches. Está en fase moderada pero estable. Hay que trasladarla ya.
Mientras la UVI preparaba la camilla, la inspectora Paula Gimeno —que acababa de llegar— interrogó al intruso. Su historia empezó a encajar:
Era un okupa ocasional, un hombre sin hogar que llevaba días entrando a edificios donde encontraba puertas mal cerradas. No sabía que el piso estaba habitado. Había accedido cuando Lili ya dormía, se había quedado en el pasillo bebiendo y, al escucharla llorar, se acercó sin entender lo que ocurría. El miedo lo había paralizado.
No era un agresor. No había tocado a la niña. Pero su presencia, su silencio y su torpeza habían desencadenado el terror.
Cuando Elisa, desde el 112, escuchó el informe preliminar, soltó un suspiro que llevaba diez minutos conteniéndose.
En el hospital Miguel Servet, Lili fue tratada de inmediato. Las picaduras provenían de una infestación severa de chinches escondidas en la estructura interna de la cama. La madre de Lili, Laura Castillo, llegó corriendo, llorando, sin poder creer lo ocurrido. Abrazó a su hija con una mezcla de culpa y alivio.
—Perdóname, mi vida… no sabía… no sabía que estabas tan mal…
La doctora Ríos la tomó del brazo con amabilidad.
—No se culpe. Esto podría pasarle a cualquiera. Lo importante es que llegó a tiempo.
Horas más tarde, cuando Lili ya dormía profundamente, estabilizada, Laura pidió hablar con la operadora que había estado con su hija.
Elisa aceptó la llamada.
—No sé cómo agradecerte —dijo la madre entre lágrimas—. No la dejaste sola… aunque estaba sola.
La operadora sonrió, agotada pero satisfecha.
—Nunca lo están. No mientras nos llamen.
Días después, Servicios Sociales visitó el hogar para ayudar a Laura a reparar el piso, reemplazar muebles y garantizar condiciones seguras. La niña se recuperó por completo. Incluso pidió un deseo que hizo reír a todos:
—¿Podemos comprar una cama… sin bichos?
Y así, lo que había empezado como una llamada aterradora terminó con una niña a salvo, una madre fortalecida y un sistema que, por una vez, funcionó exactamente como debía.
FIN — Final feliz y realista