La noche en la base española de Besmayah, en Irak, era tranquila, casi silenciosa, cuando el sargento Alejandro Montes, veterano con veinte años de servicio, recibió una videollamada inesperada. En la pantalla apareció el rostro de su hija de quince años, Olivia Montes, con los ojos hinchados y la respiración entrecortada.
—Papá… por favor, no cuelgues…
Alejandro sintió cómo algo dentro de él se rompía. Olivia estaba en su casa de Zaragoza, sola… o al menos eso creía él. Pero de pronto, la cámara tembló. Se escucharon voces de hombres, pasos, risas pesadas. Olivia se apartó hacia una esquina.
—Papá, hay doce hombres aquí… amigos de Marcos… han venido mientras mamá trabaja… yo… no sé qué quieren…
Antes de que Alejandro pudiera hablar, una mano apareció en la pantalla y arrancó el móvil de las manos de la adolescente. Un hombre desconocido, con una sonrisa torcida, enfocó la cámara hacia su propio rostro.
—Qué pena, ¿no? Tan lejos… y tan inútil. La chica estará con nosotros esta noche. Tú, desde Irak, no vas a poder hacer nada.
La llamada se cortó.
Alejandro se quedó mirando su reflejo en la pantalla en negro. Ni un grito, ni un golpe a la mesa. Solo un silencio implacable. Su respiración se volvió lenta. Fría.
Era el silencio de un hombre que había visto el infierno demasiadas veces… y estaba dispuesto a caminar de nuevo hacia él.
En menos de cinco minutos, Alejandro estaba frente al despacho del coronel Francisco Medina, quien levantó la vista al ver su expresión.
Alejandro explicó la situación sin temblar. Ni una palabra de más.
El coronel lo observó unos segundos. Luego se levantó.
—Montes… vamos a traer a tu hija a salvo. Tienes mi palabra.
Autorizó un transporte militar hacia España y asignó a un equipo de operadores españoles desplegados temporalmente en la base para acompañarlo. En menos de una hora, estaban rumbo al C-17.
Mientras el avión despegaba hacia Zaragoza, Alejandro repasaba mentalmente cada posibilidad, cada calle, cada contacto. No sabía aún dónde estaban los hombres. No sabía si Olivia seguía en casa.
Pero cuando cerró los ojos, solo una imagen aparecía:
La sonrisa del hombre que lo había desafiado.
¿Qué descubrirá Alejandro al aterrizar en España?
¿Y qué secreto inesperado está a punto de salir a la luz en la Parte 2?
El C-17 aterrizó en la base aérea de Zaragoza pasadas las tres de la madrugada. No había prensa, ni ruido, ni protocolos innecesarios. Solo un padre, seis operadores y una misión: encontrar a Olivia antes de que amaneciera.
Alejandro no pidió descanso. No pidió transporte militar. Pidió un vehículo civil y discreto. Tenía una dirección inicial: su propia casa. El equipo avanzó con él, coordinado con la Guardia Civil, preparada para intervenir en cuanto se confirmara un punto exacto.
Cuando Alejandro abrió la puerta de su vivienda, un silencio helado lo recibió. La casa estaba revuelta: botellas por el suelo, ropa tirada, muebles movidos… pero no había rastro de Olivia ni de los doce hombres.
Pero sí había algo: el teléfono de Olivia, tirado bajo la mesa del salón. Estaba encendido pero sin conexión.
El sargento Álvaro Ríos, especialista en comunicaciones, logró recuperar fragmentos de un archivo de ubicación automática del móvil.
—Ha transmitido señal apenas dos horas después de cortar la llamada —explicó—. Un polígono industrial a las afueras de Utebo. Mucha actividad nocturna. Ideal para desaparecer sin llamar la atención.
Alejandro apretó los puños. Ese polígono, años atrás, había sido utilizado para reuniones ilegales y negocios turbios. Era un sitio perfecto para que un grupo de delincuentes creyera que nadie los encontraría.
La Guardia Civil preparó un perímetro silencioso alrededor de la nave marcada. Los operadores, vestidos con equipamiento táctico oscuro, se movían como sombras. Alejandro, a pesar de no estar oficialmente en “misión”, fue autorizado a entrar junto al equipo bajo supervisión.
Mientras se acercaban, escucharon música alta, voces y el ruido metálico de puertas golpeando. Ningún sonido de Olivia.
El coronel Medina, conectado por radio desde la base, ordenó prudencia.
—Negociación primero. Intervención si hay resistencia.
Alejandro respiró hondo. Sabía lo que significaba cada minuto. Sabía que el miedo podía paralizar a su hija. Y sabía, sobre todo, que el grupo dentro de la nave creía tener control absoluto.
Cuando los operadores derribaron la puerta, el estruendo retumbó como un trueno.
Doce hombres quedaron inmóviles, algunos con latas de alcohol en las manos, otros sorprendidos frente a las luces cegadoras.
Nadie ofreció resistencia. Nadie fue golpeado ni tocado con violencia.
Era el miedo lo que los paralizó.
No las armas.
No los agentes.
Sino la aparición de Alejandro saliendo de la penumbra, con la mirada de un hombre que no iba a negociar cuando se trataba de su hija.
—¿Dónde está Olivia? —preguntó, firme, sin elevar la voz.
Uno de los hombres, el mismo que había tomado el teléfono durante la videollamada, dio un paso atrás, temblando.
—No… no la tocamos… —balbuceó—. Ella escapó por una ventana del baño. La buscamos, pero… no sabemos dónde está ahora.
Alejandro sintió un golpe en el estómago. Olivia seguía viva. Seguía luchando.
¿Dónde se escondió Olivia?
¿Y qué verdad oculta estaba a punto de salir a la luz en la Parte 3?
En cuanto escuchó que Olivia había escapado, la Guardia Civil activó un protocolo ampliado de búsqueda en el polígono y las zonas rurales colindantes. Alejandro no esperó indicaciones; subió a un vehículo con dos agentes y comenzó a recorrer todas las naves abandonadas, cada camino de tierra, cada rincón donde una adolescente asustada pudiera haberse refugiado.
La temperatura bajaba rápido. Eran casi las cinco de la mañana. Alejandro sabía que Olivia debía de estar agotada, sin abrigo, posiblemente herida o en estado de shock. Sin embargo, la fuerza que le había permitido burlar a doce adultos era la prueba de su coraje.
Fue el agente Sergio Lafuente quien vio una luz tenue desde un almacén pequeño, al borde del polígono. La puerta estaba encajada, como si alguien la hubiera cerrado desde dentro con algo improvisado.
Alejandro bajó antes de que el coche se detuviera del todo.
—Olivia… soy yo. Estoy aquí. No tienes que tener miedo.
Hubo un silencio largo. Demasiado largo.
Y entonces, una voz débil:
—¿Papá…?
Alejandro empujó suavemente la puerta. Dentro, encontró a su hija acurrucada detrás de unas cajas, con un pequeño rasguño en la frente y las manos temblorosas. Al verlo, rompió en sollozos.
Él la abrazó sin decir palabra. Era un abrazo que contenía años de distancia, una noche eterna de terror y el alivio más grande de toda su vida.
Olivia explicó lo que había pasado:
Había logrado escapar por la ventana del baño mientras los hombres discutían en el salón de la nave. Había corrido descalza, escuchando cómo la buscaban, escondiéndose entre sombras hasta encontrar aquel almacén abandonado. No había visto a su madre, y no sabía si Marcos —su padrastro— había sido parte directa de la situación, pero sí confirmó algo que Alejandro temía:
Marcos sabía que esos hombres iban a ir a la casa.
Y no hizo nada para impedirlo.
Esa revelación cambió el rumbo de toda la investigación.
La Guardia Civil detuvo a los doce hombres y, posteriormente, a Marcos, acusado de cooperación y omisión de auxilio grave. La madre de Olivia, Clara, colaboró plenamente con la investigación y aceptó someterse a un proceso de apoyo psicológico y protección familiar.
Semanas después, un juez dictó medidas de alejamiento, prisión preventiva para todos los implicados y otorgó la custodia temporal de Olivia a Alejandro mientras se resolvía la causa.
Por primera vez en meses, Olivia durmió tranquila en un hogar seguro: la casa de los padres de Alejandro, en Zaragoza.
El sargento, mientras tanto, recibió permiso extendido para permanecer en España. Su unidad y el coronel Medina enviaron un informe excepcional destacando su comportamiento ejemplar y su autocontrol en una situación personal devastadora.
Una tarde, mientras caminaban juntos por la ribera del Ebro, Olivia tomó la mano de su padre.
—Papá… ¿de verdad llegaste desde Irak solo por mí?
Alejandro sonrió.
—Hija… por ti cruzaría el mundo entero. Las veces que hicieran falta.
Y Olivia, por primera vez desde aquella noche, sonrió de verdad.
Era el final de una pesadilla…
y el comienzo de una nueva vida juntos.