“¡Aléjate de mí!” fue lo último que dijo antes de darse cuenta de que quizá había empujado a la única persona que jamás debió herir.
Habían pasado cinco años desde la desaparición de su hija, y sin embargo, para Isabella Rivas, cada mañana seguía comenzando con el mismo vacío insoportable. Una mujer que había sido cálida y gentil ahora se había convertido en una empresaria fría, temida en las altas esferas de Madrid. El dolor había erosionado todo lo demás.
Aquella tarde de otoño, la lluvia golpeaba con fuerza la Gran Vía. Isabella bajó de su coche de lujo, ajustándose el traje blanco impecable que debía llevar a una reunión crucial. A su lado, su asistente abría un paraguas, pero antes de que pudiera cubrirla, algo chocó contra sus piernas.
Una niña, cubierta de barro, ropa desgastada, cabello enmarañado. Una niña sin hogar.
El choque salpicó lodo sobre el traje de Isabella. Los transeúntes se giraron. Una cámara de un influencer callejero apuntó hacia ella.
—¡Mira por dónde vas! —soltó Isabella, impulsada más por vergüenza que por ira.
La niña levantó la vista, asustada. Temblaba.
—Lo… lo siento —balbuceó.
Isabella, dominada por el orgullo herido, la apartó con un empujón. La niña cayó al suelo, mojada, humillada, vulnerable.
Fue entonces cuando Isabella lo vio.
En la muñeca derecha de la niña, entre la suciedad y la lluvia, brilló una marca familiar: un lunar en forma de media luna, exactamente igual al que tenía su hija Lucía desde que nació.
El mundo se detuvo.
El corazón de Isabella martilleó, ahogándola. No podía ser. No allí. No así.
—Espera —susurró, su voz quebrándose por primera vez en años—. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Pero la niña, aterrada por la reacción de Isabella y por la gente que grababa, se levantó de un salto y corrió calle abajo, perdiéndose entre la multitud y la lluvia.
Isabella dio unos pasos para seguirla, pero sus piernas temblaron. Se detuvo en medio de la Gran Vía, empapada, temblando, mientras un pensamiento imposible se abría paso en su mente:
¿Acaba de empujar a su propia hija desaparecida?
Un escalofrío le recorrió la columna.
Y entonces surgió la pregunta que destrozó todo lo que creía saber:
Si esa niña era realmente Lucía…
¿de dónde había salido, quién la tenía, y por qué había regresado justo ahora?
La noche que siguió al encuentro en la Gran Vía fue la más larga de la vida de Isabella. No durmió. Se quedó sentada en el sofá de su ático en Salamanca, mirando una foto vieja: Lucía, con apenas un año, sonriendo con la misma marca de media luna en la muñeca.
A las seis de la mañana ya estaba vestida. A las siete, estaba tocando la puerta del despacho de su amigo y abogado, Diego Marín.
—Necesito encontrar a una niña —dijo sin rodeos.
Diego, que la había visto hundirse durante cinco años, la observó en silencio.
—¿Estás segura de lo que viste? —preguntó con cuidado.
Isabella tragó saliva.
—No quiero estarlo. Pero lo estoy.
Diego suspiró y comenzó a hacer llamadas. Isabella, incapaz de quedarse quieta, regresó al lugar del encuentro. Habló con comerciantes, repartidores, músicos callejeros. Nadie sabía nada… hasta que una mujer que vendía flores señaló hacia el metro.
—La he visto antes —dijo—. Va con un hombre. No parece su padre.
Ese detalle encendió una alarma. Isabella fue al metro, habló con agentes, revisó cámaras. Tras horas, hallaron un rastro: la niña había bajado en Moncloa con un adulto de unos cuarenta años. Mal vestido. Mirada dura.
Diego llegó a su lado.
—Hay un informe de hace tres años —dijo—. Un hombre con esa descripción fue visto cerca del parque donde Lucía desapareció.
El estómago de Isabella se cerró.
—¿Insinúas que…?
—Que quizá nunca fue un secuestro aleatorio.
Con cada pista, el pasado se desmoronaba. Las autoridades habían asumido una desaparición rápida. Nunca hallaron pruebas sólidas. Pero ahora, viendo el perfil de aquel hombre, algo no encajaba.
Diego continuó:
—Lo peor es que no está en ningún registro. No tiene domicilio, ni trabajo, ni historial conocido. Pero aparece en cámaras de barrios marginales… siempre acompañado por niños diferentes.
Isabella sintió náuseas.
—¿Está captando menores?
Diego no respondió. No hacía falta.
A media tarde, encontraron la pista decisiva. En una cámara cercana a un comedor social, la niña aparecía entrando. Isabella corrió hacia allí sin esperar a nadie.
El comedor estaba lleno, ruidoso, abarrotado. Un voluntario la detuvo:
—¿A quién busca?
—A una niña con una marca en la muñeca. Media luna.
El hombre palideció.
—Sí… estuvo aquí. Pero se fue hace menos de una hora. Iba llorando. Venía con—
—¿Un hombre? —interrumpió Isabella, sin aliento.
—No. Venía sola. Dijo que tenía miedo. Que no quería volver con él.
La sangre de Isabella se heló.
Si la niña era Lucía…
Si había huido…
¿Y si ese hombre estaba buscándola ahora mismo?
El peligro era real. Inminente.
Y en lo más profundo, Isabella sintió algo que no había sentido en cinco años:
esperanza. Y terror.
Esa noche Madrid estaba envuelta en un silencio húmedo tras la lluvia. Isabella y Diego siguieron el rastro de la niña por las calles de Tetuán, un barrio donde se cruzaban sombras, pobreza y supervivencia. La policía ya estaba alertada.
Mientras caminaban, Diego le dijo:
—Si realmente es Lucía, tendrás que prepararte para algo más que un reencuentro. Lo que esa niña vivió… no será fácil de escuchar.
Isabella lo sabía. Cada paso era como caminar hacia una verdad que podía romperla… o reconstruirla.
Una llamada de la policía llegó justo cuando doblaban por la calle Almansa:
—Hemos encontrado al hombre —dijo un agente—. Está detenido. Pero la niña no está con él.
Isabella sintió un vuelco en el corazón.
—¿Dónde está mi hija?
—Él no habla. Pero llevaba una mochila que creemos que era de ella. Y… dibujos.
Dibujos de una niña. Una mujer con el pelo largo. El mismo lunar en la muñeca.
Isabella contuvo el llanto.
Continuaron buscando hasta que uno de los agentes encontró a una menor escondida detrás de un contenedor, arropada entre mantas sucias. Lloraba. Temblaba. Había vivido demasiado miedo para su corta edad.
Isabella reconoció la silueta incluso antes de verla por completo.
—Lucía… —susurró.
La niña levantó la cabeza. Sus ojos grandes, oscuros, idénticos a los de Isabella, se llenaron de alarma.
—No te acerques —dijo con voz débil—. Él dijo que no confiara en nadie.
Isabella cayó de rodillas, sin importar la suciedad, la humedad, el frío.
—No soy “nadie”. Soy tu mamá.
Lucía dudó. Miró la muñeca: la marca brilló bajo la luz amarillenta de la farola.
—Mi mamá… —susurró—. Mi mamá lloraba. Todos los días.
Un sollozo escapó de Isabella.
—Sí, mi vida. Lloraba por ti.
La niña se acercó lentamente. Tocó el rostro de Isabella con manos temblorosas.
—¿De verdad eres tú?
—Siempre he sido yo —respondió Isabella, rompiéndose por dentro.
Lucía se lanzó hacia ella y la abrazó. Un abrazo pequeño, frágil, lleno de dolor acumulado. Isabella apretó a su hija con fuerza, jurándose nunca volver a soltarla.
Diego y los agentes se apartaron, respetando el momento. Pero había más por resolver.
Días después, con el hombre arrestado, se descubrió que había sido parte de una pequeña red que captaba menores en parques, aprovechando segundos de distracción. Lucía había sido movida de un lugar a otro, sin vínculos estables. Pero la niña nunca olvidó la imagen de su madre llorando mientras la buscaba por televisión o carteles.
Meses más tarde, con terapia, apoyo y protección policial, Lucía comenzó a recuperarse. Isabella vendió su empresa para dedicar su vida a ella. Volvió a reír. Volvió a sentir. Volvió a amar.
Y cada noche, mientras le leía un cuento, Lucía tomaba su mano y decía:
—Sabía que me encontrarías.
Y por primera vez en cinco años, Isabella volvió a creer que la vida también podía devolver lo que una vez le arrancó.
Un final verdaderamente feliz.