—¡No lo toque! ¡Aléjese de él ahora mismo!
La voz resonó en el salón como un trueno.
Álvaro Montes de Oca, aún con el abrigo puesto, se quedó inmóvil en la puerta. Lo que vio le heló la sangre.
Su hijo Leo, de siete años, estaba en su silla de ruedas, con las manos temblando sobre las ruedas, los labios apretados para no llorar. Frente a él, Irene —su esposa desde hacía apenas seis meses— lo miraba con una sonrisa cruel, inclinada hacia él como si fuera a decir algo aún peor.
Y entre ellos, firme como una muralla, estaba la nueva empleada doméstica.
Marina.
Durante dos años, la casa Montes de Oca había sido un lugar de silencios rotos. No era una casa vacía, pero sí apagada. Desde la muerte de Clara, la primera esposa de Álvaro, todo parecía cubierto por una sombra invisible.
Clara murió en un accidente de coche una noche de lluvia, cuando volvía a casa con un regalo para el quinto cumpleaños de Leo. Él iba con ella. Sobrevivió, pero el impacto dañó su columna para siempre. Desde entonces, nunca volvió a caminar.
Y tampoco volvió a reír.
Álvaro gastó fortunas en médicos, terapias, juguetes, animales, especialistas. Nada funcionó. Leo no hablaba más de lo necesario, no protestaba, no pedía nada. Solo observaba el mundo con unos ojos demasiado serios para su edad.
Las niñeras duraban poco. Algunas se marchaban llorando. Otras simplemente no regresaban.
Hasta que llegó Marina.
No era joven ni llamativa. Vestía sencillo, hablaba bajo, se movía con cuidado. Pero tenía algo distinto: no miró a Leo con lástima. Le habló como a cualquier niño. Le preguntó si quería que la música estuviera más alta. Le dijo “buenos días” mirándolo a los ojos.
Y, poco a poco, la casa cambió.
No volvió la alegría, pero el aire dejó de pesar tanto.
Hasta ese día.
Irene nunca aceptó realmente a Leo. Decía que el niño “arruinaba la imagen” de la familia, que su silla de ruedas incomodaba a las visitas. Álvaro prefería no ver esos detalles. Trabajaba demasiado. Confiaba demasiado.
Aquella tarde, Irene perdió la paciencia.
—Eres una carga —le susurró a Leo—. Si no fuera por ti, esta casa sería perfecta.
Leo apretó los puños, intentando no llorar.
Y entonces Marina entró.
—¡No vuelva a hablarle así! —gritó—. ¡Es un niño!
Álvaro escuchó todo.
Vio el miedo en los ojos de su hijo.
Vio la rabia contenida de Marina.
Vio el verdadero rostro de la mujer con la que se había casado.
Y en ese instante entendió algo terrible:
¿Cuántas veces había sido humillado Leo sin que él estuviera presente?
Y qué más ocultaba Irene que aún no había salido a la luz…?