—“Despierta. Tu padre se ha ido.”
El cubo de agua helada cayó sobre el pequeño cuerpo de Sofía Castillo, de solo seis años, como un golpe brutal. El frío le robó el aliento. Tembló de pies a cabeza mientras sus manos buscaban instintivamente el osito de peluche que ya no estaba allí.
La mansión, en una exclusiva zona residencial de Madrid, estaba mortalmente silenciosa. Hacía apenas unas horas que había terminado el funeral de Ricardo Castillo, un empresario respetado y, para Sofía, el único refugio seguro que había conocido. Su madre había muerto años atrás. Ahora, su padre también.
En cuanto la puerta se cerró tras los últimos invitados, Carmen Salas, su madrastra, dejó caer la máscara del luto.
—Desde hoy, yo mando aquí —escupió—. No tienes derecho a hablar. O te callas o te largas.
Sofía abrazó la foto de su padre contra el pecho, los ojos rojos de tanto llorar.
—Papá dijo que este era mi hogar… —susurró.
La risa que respondió fue cruel. Roberto Castillo, el hermano menor de Ricardo, entró al salón con una sonrisa torcida. Todos sabían —aunque nadie lo decía— que era el amante de Carmen.
—Mírate —dijo con desprecio—. Una carga inútil. No vales nada en esta casa.
—Seré buena… no molestaré —balbuceó Sofía, temblando.
La respuesta fue violencia. Carmen le arrancó el osito de las manos y lo lanzó al jardín. Agarró a la niña del brazo, la arrastró hasta la entrada y la empujó contra los escalones de piedra.
—Tu padre está muerto. Tu madre está muerta. Todo es culpa tuya —gritó—. ¡Tengo que limpiarte la suciedad que traes!
—¡No, mamá, por favor! ¡Tengo frío! —sollozó Sofía.
—¡No me llames así! —rugió Carmen, vaciándole encima el cubo de agua helada.
Roberto se rió.
—Parece un cachorro callejero.
Algunos vecinos miraron desde lejos… y cerraron las cortinas.
Sofía cayó al suelo, empapada, con lágrimas mezclándose con el agua.
—Papá… ¿a dónde voy ahora? —susurró.
Entonces, el sonido de un motor rompió el silencio. Un Cadillac negro se detuvo frente a la reja. De él bajó un hombre de traje oscuro, rostro serio, mirada incrédula.
Era Alejandro Vargas.
Sin decir palabra, se quitó el abrigo y lo colocó sobre los hombros temblorosos de Sofía. Luego levantó la vista, su voz cargada de furia contenida:
—Ricardo lleva muerto menos de un día… ¿y así tratan a su hija?
Pero lo que Carmen y Roberto no sabían era esto:
Alejandro no había venido solo a mirar.
¿Qué secreto del pasado estaba a punto de salir a la luz en la Parte 2?