Hay decisiones que no nacen del deseo, sino del miedo. La de Sofía Álvarez llegó a las tres de la madrugada, sentada en una silla de plástico frente a la UCI del Hospital San Gabriel, en Madrid, contando las horas desde el accidente de su hermano Julián. Dos días sin dormir. Dos cirugías de urgencia. Y una cifra que crecía como una amenaza cada vez que un médico salía con el ceño fruncido.
Sofía era estudiante de Administración de Empresas y becaria en Torres & Asociados, una consultora de prestigio donde el talento se medía en resultados y el silencio era una virtud. Había agotado todas las vías: préstamos estudiantiles, adelantos de nómina, vender el portátil, el reloj heredado de su madre. No alcanzaba. Nunca alcanzaba. La presión de los pasillos blancos y la pregunta repetida —“¿cómo desea proceder?”— le apretaban el pecho.
La noche anterior, en un acto que jamás habría imaginado, pidió una reunión con el CEO, Alejandro Torres. No era alguien accesible: serio, meticuloso, distante. Apenas se habían cruzado en ascensores y pasillos. Pero cuando Sofía habló, con la voz temblorosa y los ojos enrojecidos, algo cambió en el aire del despacho.
Alejandro no respondió al instante. Caminó hasta el ventanal que daba a la ciudad iluminada y habló sin mirarla, con una frialdad que heló la habitación:
—Puedo ayudarte. Pero necesito algo a cambio.
No hizo falta explicar. La propuesta era brutal en su claridad. Una noche. Un acuerdo que no figuraría en ningún contrato. Sofía sintió cómo la vergüenza y la rabia se le subían a la garganta. Pensó en levantarse, en marcharse. Pensó en Julián, intubado, en los plazos imposibles, en la ausencia de alternativas. Y cedió. No por él. Por su hermano.
Al amanecer, despertó en el apartamento privado de Alejandro. Él dormía. En la mesa, un sobre con el recibo del hospital y una nota escrita con letra impecable:
—No me debes nada. Demos este asunto por cerrado.
Sofía se vistió en silencio. Dejó la nota donde estaba y se fue sin mirar atrás, convencida de que enterraría ese episodio para siempre.
Dos semanas después, mientras preparaba informes, llegó un correo de Recursos Humanos: “Reunión urgente con el CEO. 10:00.” El corazón le golpeó las costillas. ¿Recordatorio? ¿Exigencia? ¿Silencio comprado? A las diez en punto entró en el despacho. Alejandro la miró distinto: tensión, duda y algo parecido a culpa. Cerró la puerta.
—Sofía, tenemos que hablar.
¿Por qué ahora? ¿Qué podía querer el hombre que ya había pagado el precio… o era solo el comienzo de algo mucho más grande?