“Nadie abra ese ataúd… porque ese niño no está muerto.”
El grito atravesó la capilla como un disparo.
La lluvia de octubre caía con furia sobre la finca Romano, en las afueras de Valencia, mientras más de doscientas personas vestidas de negro guardaban un silencio absoluto frente al pequeño féretro blanco. Dentro yacía Lucas Romano, de nueve años, el único hijo de Vicente Romano, uno de los hombres más temidos y respetados del litoral mediterráneo.
El niño parecía dormir. Demasiado perfecto. Demasiado inmóvil.
Vicente no lloraba. No podía. Los hombres como él aprendían pronto que las lágrimas se pagan caras. Su mano, curtida por años de decisiones brutales, descansaba sobre el cristal del ataúd. Temblaba apenas.
El sacerdote terminó la oración final cuando las puertas se abrieron de golpe.
Una mujer empapada, con ropa desgastada y el cabello gris pegado al rostro, irrumpió en la capilla. Sus zapatos dejaban huellas de barro sobre el mármol pulido.
—¡Paren el entierro! —gritó—. ¡Ese niño sigue vivo!
Dos hombres de seguridad se lanzaron hacia ella.
—¡Sáquenla ahora mismo! —exclamó alguien.
—¡Por favor! —suplicó la mujer mientras la sujetaban—. ¡He sido enfermera quince años! ¡Lo vi respirar!
La madre del niño, Isabel, se desplomó entre sollozos.
—¡Basta! ¡Ya sufrimos demasiado! —gritó.
Pero Vicente alzó la mano.
El gesto bastó para que todos se detuvieran.
Sus ojos oscuros se clavaron en la mujer. No veía locura. Veía terror. No miedo a él… sino miedo a llegar tarde.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz baja.
—Carmen Ruiz —respondió ella—. Estaba afuera. Vi cómo el pecho del niño subía. Muy despacio… pero subía.
El murmullo creció. El asesor de Vicente, Javier Molina, negó con la cabeza.
—Tres médicos firmaron el acta de defunción. Esto es una falta de respeto.
Vicente no apartó la mirada de Carmen.
Durante décadas había sobrevivido leyendo mentiras. Y esa mujer no mentía.
—Abran el ataúd —ordenó.
—Vicente… —susurró Isabel—. Por favor…
—Si está muerto, lo volveremos a cerrar —dijo él—. Pero si está vivo…
El silencio fue absoluto.
Las manos de los portadores tocaron los seguros del féretro.
Y entonces Vicente lanzó una frase que heló la sangre de todos:
—Porque si mi hijo respira… alguien mintió.
¿Y quién se atrevería a declarar muerto al hijo de los Romano?