Supe que la cita a ciegas iba mal cuando miró el reloj por tercera vez.
—Lo siento —murmuró—. Tú… no eres lo que esperaba.
Me llamo Clara Ibáñez, tengo treinta y dos años, y estaba sentada frente a Daniel Rojas en una cafetería del centro de Madrid, decorada con luces de Navidad y coronas verdes que parecían burlarse de mí. Forcé una sonrisa educada, como tantas otras veces, y asentí sin discutir. No tenía sentido. Había aprendido a reconocer ese tono: decepción envuelta en cortesía.
Me puse el abrigo, decidida a irme antes de que la humillación se hiciera más grande, cuando sentí un tirón suave en la manga. Luego otro. Bajé la mirada… y me quedé sin aire.
Dos niñas idénticas me miraban fijamente. Pelo rubio en trenzas desordenadas, bufandas rojas demasiado grandes para sus cuellos, ojos enormes llenos de esperanza.
—Señorita… ¿quiere ser nuestra mamá? —susurró una.
El mundo se detuvo.
Daniel se atragantó con el café.
—¡Sofía! ¡Lucía! No… no podéis decir eso —balbuceó, llevándose las manos a la cara.
Las niñas no se movieron.
—Papá dijo que hoy conoceríamos a alguien especial —insistió la otra—. Hueles a galletas. Mamá también olía así.
Sentí un nudo en el pecho. Me agaché a su altura, con cuidado.
—Eso es una pregunta muy grande —dije con suavidad—. Muy, muy grande.
Sofía asintió con solemnidad.
—La pedimos en Navidad.
Lucía añadió:
—Hicimos un deseo juntas.
Levanté la vista hacia Daniel, esperando enfado o dureza. Lo que vi fue cansancio. Un cansancio profundo, de esos que no se quitan durmiendo. Se frotó la nuca, avergonzado.
—Perdón —susurró—. No sabía que… yo no les dije que era una cita. Debieron entender otra cosa.
Por primera vez esa noche, vi algo más que un hombre incómodo: vi a un padre solo, intentando hacerlo bien sin saber cómo.
En ese instante, la puerta del café se abrió de golpe. Una ráfaga de aire frío entró junto con el ruido de la calle. Sofía me tomó la mano. Lucía se aferró a mi abrigo.
Daniel me miró, pálido.
—Por favor —dijo en voz baja—. Ayúdeme a llevarlas a casa.
El momento quedó suspendido, extraño, imposible.
Y mientras las luces de Navidad parpadeaban sobre nosotros, una pregunta me atravesó como un relámpago:
¿qué acababa de aceptar… y por qué sentía que esa noche iba a cambiarlo todo?
El trayecto hasta su casa fue incómodo y silencioso. Vivían en un piso modesto en Alcalá de Henares, no muy lejos del centro. Las niñas hablaban entre ellas, animadas, como si yo ya formara parte del plan. Daniel conducía con los hombros tensos, lanzándome miradas nerviosas por el retrovisor.
—No tenías que quedarte —dijo finalmente—. Lo siento mucho. Esto es… un desastre.
—No pasa nada —respondí—. Solo… me preocupaban ellas.
Cuando entramos en el piso, noté enseguida la ausencia. No había fotos recientes, solo juguetes ordenados con excesivo cuidado y una chaqueta femenina colgada detrás de la puerta. Daniel lo notó.
—Mi mujer, Elena, murió hace dos años —dijo sin rodeos—. Cáncer. Desde entonces… vamos improvisando.
Las niñas se quitaron los abrigos y me enseñaron el árbol de Navidad, decorado con figuras hechas a mano.
—Mamá las hacía —dijo Lucía, señalando una estrella torcida.
Sentí un nudo en la garganta.
Daniel preparó cacao caliente. Me ofreció una taza con una torpeza casi entrañable.
—No suelo invitar a nadie —confesó—. Mi hermana insistió con la cita. Pensó que… bueno, que ya era hora.
—¿Y tú qué piensas? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Que no estoy preparado. Que nadie lo está.
Cuando las niñas se durmieron, me acerqué a la puerta para irme. Daniel me acompañó.
—Gracias —dijo—. De verdad. No sé qué les vieron en ti, pero hoy han dormido tranquilas por primera vez en semanas.
Asentí, conmovida.
—Quizá solo necesitaban sentirse escuchadas.
Durante los días siguientes, Daniel me escribió. Primero para disculparse otra vez. Luego para agradecerme. Después, simplemente para hablar. Empezamos a quedar… sin expectativas. Paseos con las niñas, meriendas, conversaciones largas.
Yo había salido de una relación fallida meses antes. No buscaba una familia. Pero sin darme cuenta, empecé a sentirme cómoda en aquel caos silencioso.
Una noche, Sofía me preguntó:
—¿Te quedarías aunque no fueras nuestra mamá?
No supe qué responder.
Daniel también luchaba con sus miedos.
—No quiero que se ilusionen —me dijo—. Ya han perdido demasiado.
Yo también tenía miedo. De encariñarme. De prometer sin querer. De fallar.
Y aun así, algo seguía creciendo entre nosotros, despacio, real.
Pero entonces apareció el pasado.
La madre de Elena llamó. Dijo que las niñas estaban “confundidas”, que yo ocupaba un lugar que no me correspondía. Daniel se derrumbó. Dudó. Se cerró.
Una tarde, me dijo:
—Quizá deberíamos parar.
Me fui a casa llorando, convencida de que había sido solo una ilusión navideña.
Hasta que, días después, alguien llamó a mi puerta.