La boda de mi hermana Laura se celebraba en una finca elegante a las afueras de Valencia. Todo parecía perfecto: rosas blancas, manteles impecables, música suave y copas que brillaban con el reflejo del atardecer. Yo conversaba con unos invitados cuando mi hijo pequeño, Daniel, se acercó y me tiró suavemente de la manga.
—Mamá, vámonos a casa —susurró—. Por favor.
Me sorprendió su tono. Daniel tenía cinco años y solía emocionarse en fiestas así. Me agaché para mirarlo a los ojos.
—¿Por qué, cariño? ¿Te duele algo?
Tragó saliva.
—¿Tú miraste debajo de la mesa… verdad?
Sentí un escalofrío. Me incliné lentamente. Y en cuanto mis ojos bajaron, la sonrisa se borró de mi rostro. Tomé su mano con fuerza y me incorporé sin decir palabra.
Minutos antes, yo había detenido a un camarero joven, Álvaro, para confirmar algo vital.
—Por favor, revise el plato de mi hijo —le pedí—. Es alérgico al marisco. Cualquier rastro puede ser muy peligroso.
—Está anotado, señora —respondió—. Mesa doce. Sin marisco.
Mi madre, Beatriz, escuchó y suspiró con fastidio.
—Clara, exageras como siempre —dijo, dando un sorbo a su vino—. Ya hablé con el chef. Tu obsesión empieza a ser enfermiza.
No quise discutir. Daniel jugaba feliz con un coche rojo de metal que su abuela acababa de regalarle. De pronto, el coche cayó al suelo.
—Ups… —murmuró, metiéndose debajo de la mesa para recogerlo.
Lo que Daniel vio allí cambió todo.
Entre zapatos caros y tacones afilados, encontró su coche… y algo más. Un papel blanco doblado, justo al lado de la silla de Beatriz. Lo abrió con curiosidad infantil. Había aprendido a leer hacía poco.
Mesa… doce… camarones…
Daniel conocía esa palabra. Era la palabra prohibida. La que significaba ambulancias, agujas y miedo. Y abajo, una inicial clara y firme: B.
Salió de debajo de la mesa pálido como el mantel. Me agarró con fuerza.
—Mamá, vámonos ya.
Le quité el papel de la mano. Al leerlo, el mundo se me vino encima.
Mesa doce. Añadir camarones al plato principal. Ignorar alergias. B.
No era un error. Era una decisión.
Levanté la vista. Mi madre sonreía, brindando con unos invitados, sin saber que acababa de ser descubierta.
Sentí cómo la sangre me ardía. ¿Por qué haría algo así? ¿Hasta dónde era capaz de llegar?
Mientras la música seguía sonando y los platos estaban a punto de servirse, entendí que mi hijo había estado a minutos de una tragedia.
¿Era esto un acto de crueldad… o algo aún peor que estaba a punto de salir a la luz en la Parte 2?
No grité. No lloré. Eso habría alertado a todos demasiado pronto. Me acerqué con calma al camarero Álvaro y le mostré el papel.
—¿Quién te dio esta nota? —pregunté en voz baja.
Su rostro cambió.
—Una mujer mayor… dijo que era la abuela del niño.
Respiré hondo.
—No sirvas ese plato. Llama al encargado. Ahora.
Mientras tanto, Daniel se aferraba a mí, temblando. Me senté con él lejos de la mesa. Mi hermana Laura se acercó preocupada.
—¿Qué pasa?
Le mostré el papel. Su cara se descompuso.
—Eso… eso es la letra de mamá.
El encargado del catering llegó. Revisaron órdenes, cámaras, notas. Todo apuntaba a Beatriz. Cuando la confrontamos, no negó nada.
—Solo quería probar si era verdad —dijo con frialdad—. Siempre exageras con el niño.
—¡Podría haber muerto! —grité por primera vez.
—Los niños no mueren tan fácil —respondió, encogiéndose de hombros.
El silencio fue absoluto. Laura rompió a llorar. Los invitados empezaron a murmurar. El padre del novio llamó a seguridad.
Beatriz fue escoltada fuera de la finca. Sin escándalo, pero sin dignidad.
Esa noche llevé a Daniel al hospital por precaución. Estaba bien, físicamente. Pero no dejaba de preguntar:
—¿La abuela quería hacerme daño?
No supe qué responder.
Al día siguiente, denuncié lo ocurrido. Familiares me llamaron exagerada, ingrata, conflictiva. Pero también recibí mensajes de apoyo. La verdad empezaba a salir.
Y aún quedaba lo más difícil: decidir qué hacer con una madre capaz de arriesgar la vida de su nieto…