La lluvia caía con una furia helada cuando mi suegra Margot abrió la puerta solo lo suficiente para empujarme hacia el porche. Tenía seis meses de embarazo. Mis manos temblaban, no solo por el frío, sino por el miedo que me subía por la garganta.
—Daniel, por favor —supliqué—. Tu hija está dentro de mí.
Mi esposo no respondió. Se quedó detrás del vidrio esmerilado junto a su madre, observándome como si yo fuera un error que necesitaban borrar. Margot alzó su copa de vino y sonrió con un desprecio calculado. Luego, con una calma cruel, apagaron la luz del salón. La casa quedó a oscuras. Yo, bajo la lluvia.
Un dolor agudo me atravesó el vientre. No era el frío: era una advertencia. Me doblé sobre mí misma, abrazando mi barriga. En ese porche murió la mujer ingenua que creyó en un matrimonio normal, en una familia que protegía.
Pensé que moriría allí. Entonces, un coche negro apareció entre la cortina de agua. Se detuvo con un chirrido preciso. Del vehículo bajó Víktor Salas, con la postura de alguien acostumbrado a decidir destinos. Tres años atrás lo había dejado para buscar una vida “limpia”, lejos de su mundo de abogados implacables y negocios duros. Esa noche entendí que lo “normal” era lo que casi me mata.
Víktor corrió hacia mí y me cubrió con su abrigo.
—Respira. Estoy aquí —dijo, firme—. No estás sola.
Desperté en el hospital con el olor a desinfectante y una mano cálida sujetando la mía.
—Es fuerte —me dijo Víktor—. Como tú. Las dos están a salvo.
Lloré y le conté todo: la humillación, la puerta cerrada, las pruebas falsas que Margot y Daniel habían fabricado para echarme sin nada. Víktor escuchó sin interrumpir. Luego se levantó y miró por la ventana, su silueta llena de una autoridad que daba miedo.
—Querías una vida normal, Irene —dijo—. ¿Esto es lo que elegiste? ¿Traición y crueldad? Te preguntaré una sola vez: ¿abogado y acuerdo… o tierra quemada?
Pensé en la lluvia. En la luz apagándose. En mi hija.
—Quiero que lo pierdan todo —susurré—. Todo.
Víktor sonrió, frío.
—Descansa. Mañana empezamos.
A medianoche, regresé al mismo porche. Esta vez no estaba sola. Cuando la puerta se abrió, Daniel palideció. Margot dejó caer su copa y gritó.
Porque el hombre a mi lado no venía a negociar… ¿Qué iba a revelar el amanecer?