Isabela Ríos, heredera única del imperio marítimo Ríos Global, yacía inmóvil bajo una cama antigua de roble, conteniendo la respiración mientras sostenía una pequeña caja azul oscuro contra su pecho. Dentro descansaba un reloj Patek Philippe vintage, un regalo que había buscado durante meses para sorprender a su prometido, Daniel Moore, después de la cena de Navidad.
Sonreía en silencio. Había planeado salir de debajo de la cama gritando “¡Sorpresa!”, imaginando su expresión de amor y gratitud. Isabela había renunciado al lujo de Nueva York, a los jets privados y a las juntas directivas, solo para ser “una mujer normal” al lado del hombre que amaba.
Entonces, el sonido de tacones rompió la fantasía.
Tac. Tac. Tac.
La puerta se cerró con fuerza. El cerrojo giró con un clic seco.
—Por fin estoy lejos de ella —escupió una voz femenina, cargada de desprecio.
El corazón de Isabela se detuvo.
Reconoció esa voz. Victoria Moore, su futura suegra.
—Juro que me dolía la cara de tanto sonreírle —continuó Victoria—. Esa niña rica cree que todo le pertenece. Miraba mi mantel como si fuera basura.
Isabela apretó los labios. El polvo bajo la cama le quemaba la garganta, pero no se movió.
—Relájate, mamá —respondió Daniel.
Pero su voz… no era la misma. No era cálida. No era amorosa. Era fría. Calculadora.
—Solo faltan dos meses para la boda.
—La odio —dijo Victoria—. Su actitud de princesa. Quería borrarle esa sonrisa de millonaria.
Daniel suspiró.
—No pienses en ella como persona. Piénsala como lo que es: un cajero automático. Uno con diamantes y sin límite de retiro.
Las lágrimas comenzaron a caer de los ojos de Isabela, empapando el suelo. Su cuerpo temblaba, paralizado.
—¿Entonces el plan sigue igual? —preguntó Victoria, bajando la voz.
—Sí. Después de la luna de miel —respondió Daniel, casi divertido—. En Maldivas fingiré un colapso mental. Ya sembré dudas entre sus amigas. El doctor Arman firmará los papeles. La internaremos en Suiza. Como su esposo, tendré poder legal total. Ella desaparecerá.
Isabela dejó de respirar.
Su anillo de compromiso brillaba débilmente bajo la cama.
El hombre al que iba a amar para siempre acababa de sentenciarla a una prisión sin salida.
¿Cómo escapar cuando el enemigo duerme a tu lado… y planea enterrarte viva?
Isabela no salió de debajo de la cama esa noche.
Esperó.
Escuchó cómo Daniel y Victoria salían de la habitación. Esperó otros veinte minutos. Luego otros diez. Cuando estuvo segura, se deslizó silenciosamente y cerró la caja del reloj con manos temblorosas.
No lloró más. Algo dentro de ella se quebró… y algo nuevo nació.
A la mañana siguiente, Isabela actuó como siempre: dulce, distraída, enamorada. Besó a Daniel. Sonrió a Victoria. Pero esa misma tarde, desde el baño, llamó a una sola persona.
—¿Alejandro? —susurró—. Necesito activar el Protocolo Cero.
Del otro lado del mundo, el CEO interino de Ríos Global se quedó en silencio.
—¿Está segura, señora?
—Completamente.
En 72 horas, Isabela fingió una crisis nerviosa leve. Cansancio. Olvidos. Daniel observaba complacido. El plan avanzaba… pero no como él creía.
En secreto, Isabela grabó conversaciones, reunió documentos, transfirió activos, cambió beneficiarios legales y anuló cualquier poder que Daniel pudiera obtener tras el matrimonio.
El viaje a Maldivas ocurrió.
El colapso también.
Pero cuando Daniel intentó activar el internamiento, se encontró con una pared legal imposible de cruzar.
El doctor Arman fue arrestado esa misma mañana.
Daniel recibió una citación judicial.
Y Victoria… fue denunciada por conspiración y fraude.
En la sala del resort, Daniel gritaba.
—¡Esto no es posible! ¡Ella está enferma!
Isabela entró.
Vestía blanco. Serena. Imponente.
—No, Daniel —dijo—. Solo estaba enamorada. Y ya me curé.
Su mundo se desmoronó.