Me llamo Laura Mitchell, y nunca imaginé que la soledad más profunda de mi vida la sentiría estando casada… y con mi hijo en brazos.
La noche estaba en silencio, salvo por el murmullo bajo del televisor y el llanto irregular de Lucas, mi bebé recién nacido. Yo me balanceaba de un lado a otro bajo la luz amarillenta del salón, moviéndome por puro instinto, porque mi cuerpo ya no me pertenecía. Todo me dolía. La espalda ardía. El vientre seguía sensible después del parto. Mi camiseta olía a leche, sudor y cansancio.
En el sofá, Javier, mi esposo, estaba recostado con una pierna estirada, la mirada clavada en el móvil. En la mesa había una lata vacía de refresco y una bolsa de patatas a medio comer. Parecía que esas eran sus únicas responsabilidades.
Habían pasado tres semanas desde que llevamos a Lucas a casa.
Tres semanas sin dormir. Tres semanas de llanto constante. Tres semanas en las que sentí que yo me iba borrando poco a poco.
Había imaginado que seríamos un equipo. Que nos miraríamos agotados a las tres de la madrugada y reiríamos. Que compartiríamos el miedo, el amor, el caos.
Pero la realidad fue otra.
—¿Puedes ayudarme con los biberones? —pregunté, con la voz quebrada.
Ni siquiera levantó la vista.
—He trabajado todo el día, Laura. Necesito descansar.
La palabra descansar me atravesó como un cuchillo.
Yo no dormía más de dos horas seguidas. Mi cuerpo no se había recuperado. Mi mente estaba al límite. Pero no dije nada. Me di la vuelta, apreté a Lucas contra mi pecho y caminé en círculos por la sala, una y otra vez, hasta que su llanto se convirtió en pequeños sollozos… y luego en respiraciones profundas.
Cuando por fin se durmió, lo acosté y me senté en el borde de la cama. En el reflejo de la ventana vi mi rostro: pálido, ojeroso, el pelo recogido en un moño descuidado. Apenas me reconocí.
Parecía una mujer completamente sola.
Un par de noches después, todo dentro de mí llegó al límite.
Lucas no dejaba de llorar. Su carita estaba roja, los puños apretados. Yo caminaba en círculos, mi voz rota de cantar canciones que ya no funcionaban. Mis brazos temblaban. Sentía que me habían vaciado por dentro.
Miré hacia el sofá.
Javier dormía profundamente. La luz del televisor parpadeaba sobre su rostro. No se movió. No escuchó nada.
Algo se rompió.
Me dejé caer al suelo con Lucas en brazos y me derrumbé. Intenté no hacer ruido, pero los sollozos salieron sin control, crudos, desesperados. Quería gritarle: míranos, nos estamos ahogando. Pero no lo hice.
Solo abracé a mi hijo y susurré una y otra vez:
—Está bien… mamá está aquí… mamá está aquí.
Y entonces entendí que aquella noche no era el final… sino el comienzo de algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.
¿Qué pasaría cuando ya no pudiera sostenerlo todo sola?
El quiebre no llegó con gritos. Llegó con silencio.
A la mañana siguiente, me desperté sentada en el suelo del salón, con Lucas dormido sobre mi pecho. Javier se levantó, pasó por encima de mí y fue directo a la cocina.
—¿Por qué duermes ahí? —preguntó, como si fuera una rareza incómoda.
Lo miré.
—Porque anoche te pedí ayuda y estabas dormido. Porque no pude más.
Suspiró.
—Estás muy sensible desde que nació el bebé.
Esa frase fue como una bofetada.
Ese mismo día llamé a mi madre. No para quejarme, sino porque necesitaba oír una voz que no minimizara lo que sentía. Ella escuchó en silencio y luego dijo algo que me heló la sangre:
—Hija… eso no es normal. Y no es justo.
Las semanas siguientes fueron peores. Javier seguía distante. No cambiaba pañales. No se levantaba de noche. Cuando llegaba del trabajo, se encerraba con el móvil o se iba a dormir. Yo hacía todo.
Una madrugada, mientras alimentaba a Lucas, sentí mareo. La habitación giró. Tuve que sentarme en el suelo para no caer. Temblaba.
Al día siguiente fui al médico. Diagnóstico: agotamiento extremo y depresión posparto.
—Necesitas apoyo —me dijo—. Esto no es algo que puedas cargar sola.
Esa noche, reuní fuerzas y hablé con Javier. Le expliqué todo. El cansancio, el miedo, el diagnóstico. Él me escuchó en silencio… y luego dijo:
—No pensé que fuera tan grave.
—Lo es —respondí—. Y necesito que estés aquí.
Por primera vez, vi algo distinto en su rostro. Miedo. Culpa.
Dos días después, ocurrió lo inesperado.
Me desperté a las tres de la mañana con el llanto de Lucas… pero antes de levantarme, vi a Javier incorporarse. Lo tomó con torpeza, pero con cuidado. Caminó con él por el salón. Lo escuché susurrarle.
Yo lloré en silencio.
No fue magia. No fue inmediato. Pero empezó a cambiar. Fue al pediatra conmigo. Aprendió. Se equivocó. Se quedó despierto. Pidió ayuda a su propio padre, algo que jamás había hecho.
Me confesó que tenía miedo. Que se sentía inútil. Que se escondió porque no sabía cómo ser padre.
Por primera vez, hablamos de verdad.