El móvil vibró sobre la encimera de granito de la cocina. Emma Ruiz pensó que era otra llamada de última hora del trabajo de su marido y lo descolgó sin mirar.
—Otra vez te has dejado los calcetines aquí, cariño… —susurró una voz juguetona al otro lado—. Te quiero tanto…
Emma se quedó helada. Esa risa la conocía mejor que la suya propia. Habían compartido cuarto, secretos y lágrimas toda la vida.
Era Lucía.
Su hermana pequeña.
—…Mañana ven cuando quieras, dejaré la puerta abierta —siguió la voz, creyendo que hablaba con Marco.
Emma colgó tan rápido que casi se le cae el teléfono. El mundo se le vino encima. Ocho años casada con Marco, ocho años de domingos familiares en los que Lucía se sentaba enfrente, rozando «sin querer» la pierna de Marco bajo la mesa, riéndose demasiado fuerte de sus chistes, quedándose a «ayudar» en la cocina cuando Emma salía un segundo.
Ahora todo encajaba: las miradas fugaces en Navidad, los «viajes de trabajo» de Marco que coincidían mágicamente con los turnos libres de Lucía en el hospital, las veces que su hermana pequeña abrazaba a su marido un segundo de más.
Emma sintió que le faltaba el aire. Miró el registro de llamadas: «L». 21:47 h. Siete minutos de conversación.
Marco llegó a las once, besó su mejilla como cada día y se metió en la ducha tarareando. Ella se quedó sentada en la cama, mirando la «L» en la pantalla.
A las dos de la madrugada, mientras él dormía plácidamente a su lado, Emma tomó una decisión.
Si Lucía podía llamar a escondidas a su marido,
mañana por la noche ella llamaría a Lucía… desde el móvil de Marco.
Y cuando su hermana contestara con ese «hola, amor» que ya tenía preparado…
¿Qué iba a decirle Emma?
¿Qué pasaría cuando Lucía descubriera que al otro lado de la línea no estaba Marco… sino su propia hermana?.
Miércoles, 20:15 h.
Emma estaba sentada en el salón a oscuras de su ático en Chamberí, Madrid. Había cancelado la cena con sus amigas con la excusa de una migraña. Marco roncaba arriba después de dos copas de Rioja.
Abrió el registro y pulsó sobre «L».
Un tono. Dos.
—¿Por fin? —suspiró Lucía, la voz cargada de deseo—. Llevo toda la tarde mojada pensando en ti.
Emma respiró despacio, sin hablar.
—¿Marco? ¿Estás ahí?
Silencio.
Entonces habló Emma, baja, temblando de rabia contenida:
—Adivina otra vez, hermanita.
Un jadeo al otro lado. El sonido de algo que cae al suelo.
—¿Emma? ¿Cómo…?
—Mañana por la noche —la cortó Emma con voz de hielo—. Tú lo esperas en tu piso de Malasaña, ¿verdad? El que todavía pagan papá y mamá.
—Emma, por favor, escúchame…
—Cállate. Tienes exactamente veinticuatro horas para elegir. Opción uno: mañana por la mañana vas a casa de papá y mamá, conmigo delante, y lo confiesas todo. Luego te largas: otra ciudad, otro hospital, otra vida sin nosotros. Opción dos: mañana a las nueve aparezco yo en tu puerta con todas las capturas, facturas de hotel y fotos que he estado descargando hoy de la nube… y te destrozo la vida en persona.
Lucía lloraba ya, hipando como cuando eran niñas y se caía de la bici.
—Yo lo quise primero —musitó.
La llamada se cortó. Lucía había colgado.
Emma no durmió. Bebió whisky solo hasta las cuatro de la mañana, imprimió mensajes de los últimos diez meses, fotos de la mano de Marco sobre el muslo de Lucía en la cena de Nochebuena, audios recuperados donde su hermana se reía de lo «fácil» que era engañar a la «hermana perfecta».
A las ocho, Marco se despidió con un beso en la frente: «Cena de clientes en Toledo, llegaré tarde». Ella sonrió, le deseó suerte y vio cómo se llevaba la misma maleta de siempre.
A las 20:30 del jueves, Lucía todavía no había llamado a sus padres.
Emma se puso el abrigo, guardó el móvil de Marco en el bolsillo y condujo hasta Malasaña.
Ya estaba harta de esperar.
Emma abrió con la llave que Lucía le había dado «por si alguna vez pasaba algo». El piso olía a vainilla y a traición.
Lucía estaba encogida en el sofá, abrazándose las rodillas, los ojos hinchados. Dos copas de vino tinto intactas sobre la mesa.
—No pude decírselo a papá —susurró—. Estuve una hora en el coche delante de casa y no pude.
Emma cerró la puerta con llave y dejó caer un sobre grueso encima de la mesa.
—Ábrelo.
Dentro: meses de mensajes, facturas del parador de Chinchón, fotos, audios. Todo.
Lucía rompió a llorar más fuerte.
Emma se sentó enfrente, serena por primera vez en días.
—Una sola oportunidad, Lucía. Una. Ahora mismo llamas a Marco, en altavoz, y lo dejas. Le dices que yo lo sé todo y que como vuelva a contactarte, voy con abogados, con su empresa y con toda la familia. Después te vas a Santiago de Compostela. La tía Carmen ya te ha encontrado piso y plaza en el Clínico. Te marchas la semana que viene. Empiezas de cero y nunca más hablamos de esto… salvo que me obligues.
Lucía temblaba.
—¿Y Marco?
—Marco y yo hemos terminado. Presenté la demanda esta mañana. Mañana le llega la notificación en la oficina. —Emma esbozó una sonrisa amarga—. Resulta que cuando tu mujer descubre que te acuestas con su hermana pequeña, el convenio regulador le favorece bastante.
Lucía levantó la vista por primera vez, con algo parecido al arrepentimiento.
—Lo siento, Emma. Me odio.
—Lo sé —dijo Emma con voz más suave—. Yo también te odio un poquito ahora mismo.
Pero sigues siendo mi hermana. Y yo sigo siendo la que te protege… incluso cuando no lo mereces.
Lucía hizo la llamada. Los gritos de Marco, sus súplicas, su rabia al darse cuenta de que Emma escuchaba… duró cinco minutos. Colgó y vomitó en el baño.
Siete meses después
Emma vendió el ático de Chamberí y se compró un piso luminoso en Lavapiés con la liquidación. Montó una pequeña empresa de organización de eventos: algo suyo y solo suyo. Los fines de semana salía a caminar por la Sierra con las amigas del grupo de divorciadas que ya eran familia de verdad.
Lucía se fue a Santiago. Primero mandaba postales, luego correos más largos. Terapia seria, escribió. Estaba saliendo con un médico residente que no sabía nada de Madrid ni de los Ruiz. Sonaba… más ligera.
Un sábado de abril, el móvil de Emma vibró con un número desconocido.
Era Lucía: Estoy en Madrid por un congreso. ¿Tomamos un café? Solo un café. Entenderé que digas que no.
Emma miró el mensaje mucho rato. Luego escribió: Cafetería Comercial. Mañana, 11 h.
Una hora. Es lo único que te prometo.
Pulsó enviar, dejó el móvil y miró por la ventana hacia el Retiro lleno de sol.
Algunas heridas nunca cierran del todo. Pero a veces, si tienes suerte —y eres lo bastante cabezota—, se convierten en cicatrices con las que se puede vivir.
Y por primera vez en mucho tiempo, Emma sintió que su cicatriz se estaba haciendo más fuerte.