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«¡Arriba, vaga!»: el día que mi suegra me vació un cubo de agua helada y terminé echándola para siempre de mi vida

El grito de «¡Arriba, vaga!» retumbó en la habitación antes de que Lucía García pudiera abrir los ojos. Un torrente de agua helada cayó sobre su cuerpo como un latigazo. Se incorporó de golpe, jadeando, con el pijama pegado a la piel y el pelo chorreando. El frío le atravesó los huesos.
Al pie de la cama, con el cubo metálico todavía en la mano, estaba Carmen Ruiz, su suegra.
—Aquí nadie se queda en la cama hasta el mediodía —sentenció la mujer mayor con voz de acero—. Has entrado en una familia que madruga y trabaja. Si quieres respeto, gánatelo.
Lucía temblaba, no solo por el agua. Eran las nueve y cuarto de la mañana, no el mediodía. Había llegado a las tres de la madrugada después de un turno doble en el bar de la playa de Málaga, con los pies destrozados y la garganta rota de tanto tomar comandas. Quiso defenderse, pero la humillación le cerró la boca.
Diego, su marido, entró corriendo.
—¡Mamá! ¿Qué haces?
—Enseñarle disciplina a tu mujer —respondió Carmen sin pestañear—. Lleva dos años mimada. Ya es hora.
Dos años de pullas diarias. El arroz siempre “insípido”, la ropa “mal planchada”, su forma de hablar “poco fina”. Diego siempre repetía lo mismo: “Es su carácter, pero te quiere”. Lucía tragaba y callaba.
Pero esta vez no.
Se levantó empapada, descalza sobre el suelo de terrazo, y miró a Carmen a los ojos.
—Tiene razón —dijo con voz helada—. Nadie debería estar en la cama hasta el mediodía… ni vivir en una casa donde la humillan cada día.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el cubo pareció pesar más en la mano de Carmen.
Lucía dio un paso adelante, el agua goteando de sus pestañas.
—Hoy mismo me voy de esta casa —anunció—. Y me llevo a Diego… o me voy sola.
Carmen palideció.
Diego abrió la boca, pero no salió ninguna palabra.
Lucía se giró hacia su marido, temblando de rabia y frío.
—Elige ahora mismo, Diego. O tu madre o yo. Porque si me quedo un minuto más, juro que la próxima vez el cubo lo tendrás tú en la cabeza.
¿Se atrevería Diego a plantarle cara por primera vez a la mujer que lo había criado? ¿O Lucía cumpliría su amenaza y se marcharía esa misma mañana para siempre?..

Diego se quedó paralizado en el umbral. Su madre lo miraba como si acabara de traicionarla con solo existir. Lucía, empapada y con los labios morados, esperaba una respuesta que llevaba dos años pidiéndole en silencio.
—Mamá… esto ha ido demasiado lejos —dijo al fin Diego con voz ronca.
Carmen soltó una risa seca.
—¿Demasiado lejos? ¡Lo que ha ido demasiado lejos es su falta de respeto! ¡En mi casa mando yo!
—No es solo tu casa —respondió Diego—. Es también la mía. Y la de Lucía.
Lucía no esperó más. Entró al baño, se quitó el pijama helado y se metió en la ducha caliente. Mientras el agua le devolvía la vida al cuerpo, oyó gritos al otro lado de la puerta. Carmen insultaba, Diego intentaba razonar. El ruido era insoportable.
Cuando salió, envuelta en una toalla, ya tenía la maleta pequeña abierta encima de la cama. Metía ropa interior, vaqueros, el uniforme del bar. No pensaba llevarse nada que Carmen le hubiera regalado.
Diego apareció en la puerta, pálido.
—Lucía, por favor… hablemos.
—No hay nada que hablar —dijo ella sin mirarlo—. Llevo dos años hablando sola.
—Mi madre está mayor, tiene sus cosas…
—Tu madre tiene sesenta y dos años, no ochenta y cinco. Y está perfectamente lúcida para humillarme cada día.
Diego se pasó la mano por el pelo.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que la eche a la calle?
—No. Quiero que elijas de una vez. O vienes conmigo ahora mismo y buscamos un piso, o me voy sola y punto.
En ese momento Carmen irrumpió en la habitación.
—¡Fuera de mi casa! ¡Los dos, si hace falta! ¡A ver cómo os las arregláis sin mi pensión y sin mi piso!
Lucía cerró la cremallera de la maleta.
—Perfecto. Nos vamos los dos.
Diego la miró horrorizado.
—¿Los dos? Lucía, no tenemos ahorros…
—Tenemos mi sueldo y el tuyo de la obra. Alquilaremos algo pequeño en Torremolinos. O dormiré en casa de mi hermana hasta que lo consigamos. Pero aquí no me quedo ni un día más.
Carmen dio un paso hacia su hijo.
—Diego, si te vas con ella, no vuelvas nunca. Te lo advierto.
El hombre tragó saliva. Veinte años viviendo bajo el mismo techo que su madre. Veinte años oyendo “en esta casa se hace así”. Veinte años sin atreverse a llevar la contraria.
Miró a Lucía: temblaba, pero no de frío. Temblaba de determinación.
Y por primera vez en su vida, Diego tomó una decisión propia.
—Recojo mis cosas —dijo con voz baja pero firme.
Carmen se quedó de piedra. Intentó gritar, amenazar, llorar. Nada funcionó. En menos de media hora, Diego y Lucía bajaban las escaleras del bloque de la calle Honduras con dos maletas y una bolsa de basura llena de ropa.
En la puerta, Carmen gritó desde el balcón:
—¡Ya veréis lo que es la vida de verdad, sin mí!
Lucía levantó la vista, sonrió por primera vez en todo el día y respondió:
—Ya la conocemos, Carmen. Y es mucho mejor que la que teníamos contigo.
Subieron al viejo Seat Ibiza de Diego y arrancaron rumbo a ningún sitio concreto… pero juntos.
Un año después, el pequeño piso de dos habitaciones en Pedregalejo olía a café recién hecho y a tortitas los domingos por la mañana. Lucía y Diego habían alquilado el apartamento por 650 euros, con ventanas que daban al mar y un balcón tan estrecho que apenas cabía una mesa y dos sillas. Pero era suyo.
Lucía había ascendido a jefa de sala en el restaurante donde trabajaba. Diego terminó el curso de electricista y ahora ganaba el doble que en la obra. Entre los dos pagaban el alquiler, la luz y hasta habían empezado a ahorrar para la boda civil que celebrarían en primavera… solo con amigos y familia que los querían de verdad.
Carmen no les hablaba. Al principio mandaba mensajes llenos de reproches a Diego: que si eran unos desagradecidos, que si se arrepentirían, que si ella estaba sola y enferma. Diego respondía con educación, pero nunca cedió. Una tarde, Carmen apareció sin avisar en el portal. Lucía la vio por la mirilla y, en vez de abrir, llamó a Diego al trabajo.
—Tu madre está abajo.
Diego respiró hondo, bajó y habló con ella en la calle durante casi una hora. Nadie sabe exactamente qué se dijeron, pero cuando Diego subió, tenía los ojos rojos.
—Le he dicho que la quiero, pero que no volveré a vivir bajo sus reglas. Que si quiere vernos, tendrá que pedir disculpas a ti primero.
Carmen se fue sin decir nada.
Pasaron los meses. Una mañana de noviembre, el telefonillo sonó. Era Carmen, con la voz temblorosa.
—Lucía… ¿puedo subir?
Lucía abrió sin dudar.
Carmen traía una tarta de manzana casera y los ojos llenos de lágrimas. No dijo mucho. Solo: “He sido una estúpida. Perdonadme”.
Lucía la abrazó. Diego también. Los tres lloraron en el pequeño salón, con el ruido del mar de fondo.
Desde entonces, Carmen viene los domingos a comer. Trae tarta, critica un poco la sal (por costumbre), pero se calla cuando Diego levanta una ceja. Ayuda a tender la ropa “porque lo hace más rápido” y se queda a ver las fotos de las vacaciones que ya están planeando los tres juntos a Menorca.
Una tarde, mientras fregaban los platos, Carmen miró a Lucía y dijo bajito:
—Nunca más un cubo de agua fría, ¿eh?
Lucía soltó una carcajada.
—Trato hecho. Pero si vuelves a despertarme así, te echo al balcón con el cubo y todo.
Carmen rio también. Y por primera vez en mucho tiempo, la risa sonó de verdad.
En Pedregalejo, con el sol entrando por la ventana y el olor a café, la familia Ruiz-García empezó de nuevo. Más pequeña, más pobre en metros cuadrados… pero infinitamente más rica en paz.
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