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«Si no confías en tu marido, no mereces ser madre»: las palabras de mi suegra antes de golpearme y tirarme a la piscina en mi propia fiesta del bebé

«¡No te atrevas a interponerte!» gritó Marcos Vega mientras le entregaba a su madre el sobre blanco con los 10.000 euros que yo había ahorrado durante meses.
Estaba de ocho meses y medio, en plena fiesta del bebé en el jardín de nuestra casa alquilada en Mijas Costa, Málaga. Globos pastel, mesa de dulces, risas… hasta que todo se volvió pesadilla.
Me levanté torpe del sillón, con la barriga enorme delante.
—Marcos, por favor… ese dinero es para el hospital, para nuestra hija…
Él ni me miró. Su madre, doña Elena Vega, abrió el sobre con una sonrisa triunfal. Yo avancé todo lo rápido que pude.
Elena me clavó los ojos.
—Si no confías en tu marido, quizá no merezcas ser madre.
Y antes de que pudiera reaccionar, levantó el puño y lo estrelló con toda su fuerza contra mi vientre hinchado.
El dolor fue como un rayo. Perdí el aliento, retrocedí tambaleándome y caí de espaldas a la piscina. El agua fría me tragó. Bajo la superficie, me agarré la tripa con las dos manos, aterrada. El bebé… Dios mío, el bebé…
Cuando logré salir a flote, tosiendo y llorando, busqué a Marcos con la mirada. Necesitaba que me ayudara, que gritara, que se horrorizara.
Pero Marcos estaba de pie junto a la piscina… riéndose. Riéndose como si fuera la broma del año.
Mi mejor amiga Laura corrió a sacarme del agua, gritando que llamaran a una ambulancia. Yo solo podía apretar mi barriga, rezando por sentir una patadita. Al fin llegó: un golpecito débil… pero enseguida un calambre brutal me dobló en dos.
Me miré el vientre empapado y me quedé helada.
Un hilo rojo oscuro empezaba a extenderse por el vestido blanco, tiñendo el agua que aún goteaba de mí.
—¿Qué… qué está pasando? —susurré, temblando.
Laura palideció al verlo.
—¡Emma, estás sangrando!
Los invitados gritaban, alguien marcaba el 112. Marcos seguía sin moverse, con la misma sonrisa estúpida.
Y entonces sentí otro calambre tan fuerte que casi me desmayo. Algo dentro de mí se rompía… literalmente.

¿Sobreviviría mi hija después de ese golpe? ¿Y yo? ¿O el puñetazo de mi suegra acababa de destrozar para siempre la familia que tanto había soñado?.

La ambulancia llegó en doce minutos que me parecieron horas. Los sanitarios me subieron a la camilla mientras yo no dejaba de repetir: «Mi bebé, por favor, salvad a mi bebé».
Marcos intentó subir con nosotras.
—Familiares no, solo uno —dijo el enfermero.
—Soy el marido —respondió él con voz tranquila, como si no acabara de reírse mientras yo me desangraba.
Lo miré a los ojos por primera vez desde que caí al agua.
—No te acerques a mí —susurré con toda la fuerza que me quedaba—. Ni a mi hija.
En el hospital de Marbella me metieron directamente a quirófano. Desprendimiento de placenta severo provocado por el traumatismo. Hemorragia masiva. El bebé estaba en distress fetal grave.
—Tenemos que hacer una cesárea de urgencia —dijo la ginecóloga—. El golpe ha sido muy fuerte. No sabemos si habrá secuelas.
Firmé los papeles llorando. Laura estaba a mi lado, sujetándome la mano.
—¿Quieres que avise a alguien más? ¿A tu madre?
—Solo a ti. A nadie más de esa familia.
A las 19:14 nació Sofía: 2,380 kg, 46 cm, llanto débil pero vivo. La llevaron a neonatos porque había aspirado líquido amniótico teñido de sangre. Yo me quedé en reanimación con una transfusión de tres bolsas de sangre.
Cuando desperté, la policía estaba en la puerta. Una agente me tomó declaración. Presenté denuncia por lesiones gravísimas al feto y a mí. Laura había grabado con el móvil los últimos segundos antes de que cayera al agua: se oía perfectamente la frase de Elena y se veía el puñetazo.
Marcos apareció a medianoche con flores y cara de niño arrepentido.
—Emma, amor, ha sido un accidente… mi madre está muy nerviosa…
Me incorporé en la cama aunque me dolía todo.
—Fuera —dije con voz ronca—. Tienes cinco minutos para recoger tus cosas de casa antes de que cambie la cerradura. Y dile a tu madre que como se acerque a un kilómetro de mi hija, la próxima vez la denuncia será por intento de asesinato.
Él abrió la boca, pero no salió nada. Se fue con el ramo en la mano.
A los cinco días nos dieron el alta a Sofía y a mí. Nos instalamos en casa de Laura temporalmente. Contraté a un cerrajero y a un abogado el mismo día.
Elena intentó llamarme mil veces. Dejé que saltara el buzón de voz hasta que una noche escuché el mensaje: «Si no retiras la denuncia, te vas a arrepentir». Lo guardé y lo envié directamente a la policía.
El juicio rápido llegó en tres meses. Las imágenes de Laura, los partes médicos y mi testimonio fueron demoledores. A Elena le cayeron dos años de cárcel (pena mínima por ser primaria) y una orden de alejamiento de 500 metros durante diez años. Marcos perdió la patria potestad provisional hasta que el juez decidiera.
Pensé que ahí acabaría todo.
Pero aún quedaba lo más difícil: reconstruir mi vida siendo madre soltera con una niña que había nacido antes de tiempo por culpa de la mujer que debía haber sido su abuela.
Hoy Sofía tiene dos años y tres meses. Corre descalza por la arena de la playa de Valdevaqueros, en Tarifa, gritando «¡Mamá, mira las olas!» con esa voz ronca de felicidad que solo tienen los niños.
Tenemos un piso pequeño de alquiler con vistas al mar. Yo trabajo media jornada como higienista dental en una clínica de Algeciras y por las tardes doy clases de inglés online. Entre las dos cosas, y la pensión de alimentos que Marcos paga religiosamente (porque no le queda otra), nos llega justo… pero nos llega.
Sofía nació con una pequeña cicatriz en la frente por la cesárea de urgencia, pero los médicos dicen que es lo único que le quedó de aquel día horrible. Es sana, fuerte y tan alegre que a veces me cuesta creer que empezó su vida en una UCI neonatal.
Marcos intentó volver varias veces. Cartas, regalos, mensajes de «he cambiado». La última vez que vino, Sofía tenía un año. Lo dejé hablar cinco minutos en la puerta.
—Quiero ser su padre —dijo con lágrimas.
—Su padre habría saltado a la piscina a salvarla —respondí—. Ya no hay sitio para ti aquí.
Cerré la puerta.
Elena salió de prisión hace cuatro meses. Vive en un piso tutelado en Fuengirola y tiene prohibido acercarse. Una vez la vi desde lejos en el Mercadona; bajó la mirada y cambió de pasillo. Mejor así.
Laura y su marido son los tíos postizos de Sofía. Mis padres vienen desde Granada cada dos semanas y la llenan de besos y de bizcocho casero. Hemos creado nuestra propia familia: pequeña, ruidosa y llena de amor de verdad.
Esta mañana, mientras Sofía construía un castillo de arena, me senté a su lado y le conté la historia simplificada: «Cuando estabas en mi tripita, una señora mala me empujó y tú naciste muy valiente para salvarnos a las dos».
Ella me miró con esos ojos enormes.
—¿Y ahora estamos bien?
—Ahora estamos más que bien, mi vida.
Me abrazó con sus bracitos llenos de arena y gritó: «¡Te quiero hasta la luna!».
Y yo lloré un poquito, como lloro a veces cuando me acuerdo de aquel día en la piscina…
pero esta vez de pura felicidad.
Porque sí, nos hicieron daño. Mucho.
Pero no nos rompieron.
Hoy, en Tarifa, con el viento del Estrecho despeinándonos y el sol calentando nuestras cicatrices, Sofía y yo empezamos de nuevo cada mañana.
Y nadie, nunca jamás, volverá a decidir por nosotras.
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